Tres Sombras Chinas y Una Rata (III)
Con los dientes muy apretados y tapando mi rostro con el amplio sombrero al que le colgaba un sutil velo, le ordené al mudo e impasible granjero que aparcara en el fondo de un solitario callejón. Antes de bajar de aquel artefacto, lo soborné entregándole un puñado de libras para que me olvidara para siempre y, mirándome con codicioso asombro, me las arrancó de la mano con agigantada rapidez. Después, se fue con la misma bochornosa pasividad con la que me había traído…
En la calmada soledad de un callejón incierto, quedé allí de pie y me desnudé. Arrojando sobre el suelo aquel vestido de precarias telas haraposas y al que sustituí por otro que llevaba cuidadosamente guardado dentro de mi maletín. De esta forma, tan intencionada, creaba otra pista confusa y un tanto siniestra que inquietaría a toda la sociedad británica por un tiempo prolongado; especialmente, a Mimy Carrinton…
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Mi cabeza era un hervidero de sensaciones mientras caminaba por la empedrada callejuela en la cual se encontraba la agencia de alquiler de automóviles y en la que había solicitado, bajo una identidad falsa, el servicio de un vehículo con chófer para que me reportara de vuelta a Londres. Abrí la puerta y entré, encontrándome, tras un minúsculo mostrador, sentado y cabizbajo, a un pequeño ser que, al verme, dio un brinco espantado. Tenía aspecto de sapo, y portaba sobre su nariz, unos ajustados anteojos de voluminoso cristal que mostraban unos espeluznantes ojos encrespados. Me identifiqué ante aquel hombrecillo batracio y después de dedicarme una sonrisa de aprobación, llamó con un autoritario alarido a un tal George. Rápidamente se personó con paso militar un joven perfectamente uniformado, el cual me acompañó a un pequeño patio trasero donde se encontraba un modesto automóvil. Aquel joven, con extremada galantería, abrió la puerta y me ayudó a subir al interior del auto. Sin más preámbulos le indiqué que me llevara a Londres, en concreto, a un modesto hotel que se encontraba en un distrito un tanto tenebroso. Pero, cómo todo en la vida, este, también tuvo su época brillante. Sin mediar más palabra, arrancó y nos dirigimos a la capital británica. En un suspiro, y sin darme cuenta, me encontré delante del hotel en el que me refugiaría de manera indefinida, al igual que todos sus huéspedes, de la vida. Un lugar en el que nadie nada te pregunta porque, en la realidad, a nadie le importa tu existencia. |
Esperé un tenso e intenso momento a que un desdentado nonagenario me entregara la llave de mi habitación, y con urgente apresuramiento, me encerré en aquel reducido espacio. Aquellas cuatro paredes, se convertirían en la extraña complicidad de mi presente.
Me puse cómoda y me senté frente a un ventanuco. Descorrí la cortina reconociendo, naturalmente, al viejo edificio abandonado que podía ver enfrente de mí. Se trataba de la vieja embajada del país de Puturrú, ahora convertida en un viejo edificio, medio derruido de grandes ladrillos de pesado cemento.
No pude dejar de pensar, en aquel instante de hondo recuerdo, en mis forzadas vivencias dentro de aquella embajada. Y mientras miraba y recordaba, vi, muy impactada, a través de una de sus ventanas, una tenue luz que iluminaba el interior de lo que había sido un elegante salón. Pero todavía más extraño era contemplar unas sorprendentes figurillas difuminadas que se movían torpemente por la estancia.