Peppino Puñetti ha muerto (V)
Tendida en la cama, amparada por el retrato de Santa Inés y con los nervios a flor de piel, por fin, la noche se plantó en mi ventana de manera contundente. Me levanté acelerada y me conduje presurosa hacía el ventanuco enredándome detrás de los largos y frágiles visillos que lo adornaban. Entonces, miré fijamente hacia la calle, dándome cuenta que, en las demás ventanas de las viejas casas empedradas, se asomaban los rostros maliciosos de aquel inquietante vecindario. De repente, se oyó el eco de un taconeo firme y lapidario que golpeaba el maltrecho adoquinado de aquella empinada cuesta. Me asomé un poquito más y pude ver a una gacela en forma de mujer. Una fémina de curvas imposibles y largas piernas, de melena oscura y rizada, pechos increíbles y con ojos felinos que alumbraban su bella cara. Su contorneo, elevado a la máxima expresión, parecía que estuviera bailando una Tarantella por la vieja calle. Aquella mujer era ¡Rosetta Puñetti!, que tenía la apariencia de una orgullosa diosa griega. Pero, pensando en comparativas mucho más terrenales, a mí se me asemejaba a otra diosa romana del cine italiano: Sofía Constanza Brigida Villani Scicolone. Es decir; la talentosa y deslumbrante…, ¡Sophia Loren! Y, mientras ella eclipsaba toda mi atención, apareció en escena ¡Peppino Puñetti subido a lomos de su burro y gritando…¡Rosetta, Rosetta!, tal y como me había contado aquella tarde Conchetta. Pero, de repente, y sin saber cómo ni por qué, salió volando de un lugar indeterminado, un gigantesco limón que aterrizó en la cabeza de Peppino Puñetti. Tal lanzamiento hercúleo produjo que Peppino se tambaleara de los lomos de su viejo burro y acabara impactando contra el suelo. El burro, del susto, empezó a cocear la cabeza del viejo Peppino con la consecuencia que, aquel asno longevo, acabó asesinando al mafioso de su dueño. Rosetta giró la cabeza y vio a su malogrado padre descalabrado en el suelo rodeado de un barrizal de sangre y, sin saber cuál sería su reacción, la bella y huérfana Rosetta estalló en un desgarrador llanto. Su llanto se asemejaba a la ronca voz de la cantante italiana Rosa Balistreri. Además, su cara desencajada reposaba sobre el pecho de su padre y tan solo salía de sus cuerdas vocales el siguiente grito: «Papà, perdonami!! Perdonami!!», pero Peppino Puñetti ya nada podía decir ni perdonar. Su malograda vida había terminado aquella noche…
En un acto de espanto todos salimos a la calle rodeando al viejo Puñetti y a la desconsolada Rosetta. Entonces, a mí se me ocurrió que lo más prudente sería ir en busca del padre Francesco y corrí hacia la iglesia de «San Giorgio» para contarle lo que había ocurrido. Al llegar a la iglesia me topé con el párroco. Y después de relatarle los trágicos acontecimientos, regresé en compañía del padre Francesco al lugar del crimen, y al llegar, y visualizando aquella escena dantesca, la cual parecía una trágica opereta del maestro Verdi, aquella muchedumbre, al ver al padre Francesco se fue apartando para dejarle paso. El párroco cogió entre sus brazos a la desconsolada Rosetta y ordenó al guardaespaldas de Peppino que lo trasladara a la iglesia de las «Almas del purgatorio» para que fuera enterrado en la más absoluta soledad y así lo hizo. |
Tras aquella larga y funesta noche apareció la mañana como un milagro de luz, sosegando los exaltados ánimos. Bajé a desayunar soportando las lágrimas de Conchetta, la cual todavía no se había repuesto de dicho crimen. Entre lágrima y lágrima, musitaba…, «¡pobre hombre… Pobre…!». En cambio, Antonino, el gorrino, sosteniendo aquel mugriento cigarrillo entre sus labios se le perfilaba una malintencionada sonrisa que, entre dientes, se podía escuchar «¡Puerco…!», refiriéndose al desdichado viejo.
Salí a la calle para oxigenarme un poco y vi un coche de policía. De su interior salió, como no, ¡el célebre comisario Montalbano!, el cual, paso a paso, se fue acercándose hacia a mí. «¿Qué ha pasado?», me preguntó. Y yo, abanicando mis pestañas y con las mejillas sonrojadas, le respondí: «Peppino Puñetti ha muerto». Entonces, ladeando sus carnosos labios, me dijo: «¿Le apetecen unos Arancini?» Un terremoto emocional sacudió mi ser y le respondí que sí, mientras que para mis adentros dije: «¡Claro que sí, mi divino calvo!».