Peppino Puñetti ha muerto (III)
Sin darle mayor importancia a aquella improvisada reunión vecinal, rebocé mi dedo dentro del Cannnolo, extrayendo, de su interior, un sabrosísimo queso de ricota al que mi exigente paladar lo acogió con gran exaltación de máxima felicidad, mientras que yo parecía un cocodrilo, pues de mis ojos brotaban unas leves lágrimas de alegría contenida por culpa de aquel Cannolo, aproveche aquel afable paseo para adentrarme en el «Barrio de la escalera», en el cual se encuentra una gran joya arquitectónica: la «iglesia de Santa María de los escalones». Allí me dejé envolver por su belleza silenciosa y por una tranquilidad misteriosa que emanaba de sus barrocos y medievales muros.
Agradecida por estar rodeada de tanta lindeza, me dejé reposar un rato en su gran terraza. Y, mientras mi cuerpo permanecía apoyado en uno de sus muros, me di cuenta de la panorámica tan impresionante que ofrecía aquel lugar. La vista me reventó de placer al visualizar aquellos hechizados valles que se escondían entre la ciudad. Por lo tanto, exhalé todo el bienestar que aquel paraje me mostraba y me dejé caer muy lentamente en un privilegiado rincón para poder absorber, con la mirada embelesada, todo lo que Ragusa me regalaba… Pero, lamentablemente, la felicidad absoluta no existe, creo, porque, de repente y sin esperarlo, un llanto agónico irrumpió en el ambiente. Provenía del exterior de la iglesia y me giré con bastante mal humor para averiguar quién era el mal educado que no podía reprimir semejante pena. «¡oh!», exclamé hacía mis adentros al ver a un viejo anciano, muy anciano y tremendamente arrugado, arrastrar los pies y su alma mientras musitaba, amargamente, un corto lamento: «¡Ay, Rosetta, mi Rosetta!». |
Quedé bastante impresionada, incluso mi corazón muy conmovido, me hizo un leve pellizco. Me fijé muy bien en aquella figura descorazonada y me di cuenta, también, que un joven con aspecto gamberro le seguía. Pero, tuve la sensación que, tal vez, no le siguiera…, sino que, quizás, lo estuviera custodiando. Y sin quitar mi mirada sobre aquel anciano, él, caprichosamente, se fue difuminando igual que un alma errante.
«Pobre loco…», pensé. Y miré mi reloj porque sabía que debía bajar a gran velocidad aquellas alargadas escaleras y correr hacía la pensión, pues seguro que Conchetta habría preparado…, ¡unos celestiales Arancini!