Peppino Puñetti ha muerto (I)
Un verano más, me encapsulé en las entrañas rocosas de mi sagrada y amada Sicilia; en concreto, ¡en la bella Ragusa! Una ciudad en la que el tiempo permanece discretamente dormido; sin ninguna intención de molestar… Él, el tiempo, con sus mágicos poderes, resguarda con generosa bondad la esencia de lo no evolutivo para consagrar, con gran lealtad, la no contaminación humana proveniente del llamado «mundo moderno». El cual está abocado irremediablemente a reventar por un colosal terremoto producido por una descarga de malévola estupidez por parte del «Homo sapiens». Un terremoto como el que sufrió, en 1693 la oxigenada Ragusa. Pero ella, orgullosa de sí misma, supo levantarse con gran poderío y embellecerse mucho más de lo que ya era.
Ragusa está acunada por «el valle de los puertos», diferenciando a la fastuosa ciudad en: Ragusa superior y Ragusa inferior. Naturalmente, yo me dirigía a la Ragusa inferior. A la pensión de Conchetta, una mujer entrada en años y cuya familia ha regentado dicho estabelecimiento desde tiempos muy antiguos.
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Al verme, Conchetta me dio la bienvenida con ese particular y exagerado encanto italiano. Al grito de: «Bella, bella!! Che gioia vederti!!», gritaba alzando sus grandes brazos.
Aquellos gritos subieron de nivel, y Conchetta, con gran escandalera, llamó a su marido Antonino para anunciar mi llegada. «Venine, Antonino!! Giulietta è arrivata!! Antonino…!!» El pobre hombre salió del interior de la vieja pensión arrastrando los pies. Calzaba un par de agujereadas alpargatas y vestía un roído pantalón al que anudaba con una vieja correa de cinturón. Además, cubría su torso con una manchada camiseta de tirantes. En ella se vislumbraba un color blanco, pero aquellos lamparones de salsa de tomate junto con alguna mancha más a la que no se podía identificar su procedencia, revelaban un aspecto algo gorrino de Antonino. ¡Ah, se me olvidaba!, también cubría su cabeza con una vieja gorra de lana y fumaba un cigarrillo apagado y sin filtro. Si, el marido de Conchetta, ¡se alegró de verme! Se alegró tanto que quiso darme un gran abrazo prolongado, y yo, al ver tan satánicas intenciones, me agaché por si acaso… No quería impregnarme del estampado de su camiseta… ¡Ay, Antonino, Antonino…! |
En un rato bastante entretenido mantuvimos los tres una conversación a la italiana para ponernos al día de un año largo y pesado, el cual parecía no tener fin… Pero, por fin, llego el verano, y llegó como un amigo inesperado, lleno de afecto y cordialidad y, también, con un halo de misterio…
Terminada aquella improvisada tertulia a modo de bienvenida, mi querida Conchetta se deshizo, como siempre, en proporcionarme un acogedor acogimiento. Con gran nerviosismo me condujo a mi habitual habitación, la cual estaba siempre reservada exclusivamente para mí.
Al entrar, una grata fragancia a jabón de Marsella y lavanda, inundaba el ambiente de aquel pintoresco habitáculo vestido por unas radiantes cortinas blancas a las que el viento balanceaba tímidamente para deslizarse entre los ventanucos entreabiertos y que la delicada identidad siciliana irrumpiera en el interior de la habitación. La cama, cubierta elegantemente por una gran colcha blanca de largos flecos, embellecía la estancia, y en lo alto de la cabecera de hierro forjado que custodiaba tan confortable lecho, alzaba, majestuosa, una litografía de «Sant’Agnese»- Santa Inés- que parecía mirar, con mucha vehemencia, un pequeñísimo tocador de madera envejecida. A su lado, un longevo armario de dos puertas con espejo embrutecido nos observaba algo cansado…