El hotel de los ruidos (VII)
«Por lo tanto, – siguió especificando aquel hombre de cuyo nombre desconocíamos todos- les emplazo a reunirnos, en este mismo salón, a las nueve en punto; después de la cena. A esa hora nos acompañará madame Ouija para esclarecer quien mató a lady Aldreda Puttock».
La tal madame Ouija a la que nadie conocía y muy recelosa de su imagen e intimidad, pues no había socializado en ningún momento con ningún huésped de este mundo y que, además, cubría a conciencia su rostro con un espeso velo enlutado, asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra alguna, entendiéndose que aceptaba descubrir la verdad a través del espíritu de Aldreda.
Sin más preámbulos desalojamos todos, aquel salón y, mientras recogía mi bastón y un pequeño bolsito de terciopelo en el que guardaba mis monóculos y un elegante pañuelo bordado con mis iniciales, de pronto, me inquieté al notar la ausencia de Yedda. Aquella burra criatura había desaparecido, pero no le di más importancia porque tal vez se había escondido en su habitación para vaguear un rato mientras acobardada, imploraba al universo, que ella no quería morir…
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Daba igual, era mucho mejor no verla por un periodo de tiempo. Mientras, Monsieur Petrus me propuso alejarnos del jardín y salir a una pequeña terraza en la que podía saborearse unas vistas bucólicas de color verde vivificante, en la que se nos mostraba, un lanoso herbaje que cubría una extensión ilimitada de salvajes prados y, además, éramos custodiados por un conjunto de rocosas e inmensas montañas que atravesaban el cielo
«Mi lady, si me permite el atrevimiento, me gustaría que usted saciara la curiosidad que siento por saber de su vida… Estoy seguro de que una gran dama como usted tan importante, habrá tenido una vida tremendamente interesante…», me dijo con una placentera sonrisa Josephus Petrus. Yo, cubierta por un resplandeciente ego, mantuve con aquel pingüino extranjero una larga charla en la que le relaté el pasado y el presente de mi excepcional y sorprendente transitar a lo largo de los años por este camino tan enrocado llamado vida… |
Él escuchó con mucha atención mi dilatado relato y, me sorprendió que, en algunos momentos de mi narración, su semblante expresara extraños cambios de expresión por lo que estaba percibiendo de mis palabras.
«Entonces, My Lady, actualmente usted vive con su médico de confianza debido a su frágil salud…», tuve que rectificarle de inmediato. Aquel hombre parecía no entender nada…
«Monsieur, mi médico, el señor Gwylan, cuida de mí desde que enviudé de mi amado esposo, el duque de Nortumberland. Por lo tanto, ¡sería un insultante agravio hacia mi persona y hacía la memoria de mi admirado esposo, decir que el doctor Gwylan habita en mi elegante castillo!»
«¡Oh, no, no… My Lady! Discúlpeme nuevamente… Ha sido un error de traducción…», se apresuró a decir el pingüino belga. Le había relatado mi vida, y ya me estaba arrepintiendo de haberlo hecho…
«Verá, My Lady, estoy gratamente complacido por su amable, intenso e interesante relato sobre su vida, pero hay algo que me preocupa…» «¿A sí…? ¡Diga, diga…!», le lancé aquellas palabras de preocupación sobré su cabeza, pues ahora era yo, la que no entendía nada…
«Verá, My Lady… Debe saber que llevo observándola desde que llegamos, y, después de nuestra intensa charla, debo decirle, My Lady, que a Josephus Petrus le preocupa mucho su seguridad. Creo, sin equivocación alguna, que su vida corre un grave riesgo… ¡Está usted en peligro!»
Continuará…