El hotel de los ruidos (V)
Aquella noche tan insolente que parecía no acabar nunca, fue desapareciendo al ser invadida por un bello y tranquilo amanecer anaranjado que entraba, casi de puntillas, a través de la ventana, tonificando la estancia, refrescándola de color para calmar el rebullir anímico que sentía por la negligencia cometida unas horas antes por culpa de Yedda.
Decidí que lo mejor sería desayunar algo ligero –por si acaso-, y dedicar la mañana a pasear por los bellos jardines que adornaban el hotel. Por lo tanto, le ordené a Yedda que me preparara un elegante vestido blanco y un sombrerito de delicados dibujos florales.
Una vez acicalada, como una exclusiva dama aristocrática, bajé al salón comedor y compartí mesa con aquel extraño extranjero al que conocí en el tren. «¡Oh, madame!», exclamó al verme y al que tuve que corregir diciéndole que yo no era «madame», si no que yo era «My Lady». Me miró extrañado y, con una sonrisa nerviosa, admitió su error y luego se excusó para acto seguido, presentarse: «Discúlpeme, My Lady. Permítame que me presente; mi nombre es Josephus Petrus, soy belga y de ahí mi torpeza al no dominar bien la lengua británica…» Le dedique una breve, muy breve sonrisa para dejarle claro que aceptaba sus disculpas. Acto seguido, vino un elegante camarero para peguntarme que deseaba desayunar; le respondí exhalando un momentáneo suspiro: «una taza de té con un bollito relleno de frambuesa». Entonces, aquel camarero sacó del interior de uno de uno de sus bolsillos un silbato que introdujo entre sus labios y soplo y soplo, causando un estridente ruido. Al instante apareció una de aquellas tres ancianas siniestras portando una bandeja con el desayuno que yo había solicitado, por lo visto cada almuerzo tenía un código distinto dependiendo de cómo se soplara dicho silbato… «¡¡Enloquecedor!!», pensé en absoluto silencio…
![]() |
Mientras degustaba mi desayuno, aquel belga de nombre impronunciable, me preguntó si había oído aquella noche un ruido escandaloso, como si de un trueno se tratara y que provenía de la segunda planta. «No Monsieur. Una gran dama, como yo, jamás oye ruidos ajenos. He pasado toda la noche sumergida en un suave, apacible y delicado sueño», le respondí mirándole con indiferencia. Seguimos manteniendo una charla vacía de contenido, en la que me comentó que, Lady Aldreda Puttock había compartido, también, con él, su desayuno unos minutos antes y me preguntó si tendría inconveniente en reunirme con ellos en las estancias ajardinadas para compartir, los tres, una sosegada y soleada mañana. A lo que no tuve más remedio que aceptar dicha invitación. Pero en aquel instante, un grito muy alarmante que venía del exterior irrumpió bruscamente nuestra conversación. |
Salimos apresuradamente -lo que nos permitía la edad-, hacia el jardín. El jardinero, acompañado de unos pocos huéspedes, gritaban: «¡¡Es Lady Puttock, está muerta!! ¡¡Muerta, muerta!!», exclamaban alarmados desde aquel pequeño corro humano.
Yo no podía salir de mi espanto cuando al acercarme, vi con horror a Aldreda caída sobre un matorral y con un puñal clavado en su espalda. ¡Aldreda había sido asesinada!
Continuará…