El hotel de los ruidos (IV)
Después de escuchar el desgarrador lamento de aquellas bisagras centenarias, me quedé en medio de la habitación en un trance contemplativo mientras Yedda vaciaba los baúles para colocar mis ropajes en el interior de unos robustos armarios de gruesa madera que parecían custodiar la encantadora habitación de estilo tudor.
Una gran chimenea presidia la estancia, mientras que, sus paredes forradas de papel, exponían sus cálidos y armoniosos colores en tonos azulados que me envolvía en un relajante abrazo. Pude fijarme también, en unas sedosas cortinas que colgaban ligeramente de la ventana. Aquellas cortinas tenían el poder de salvaguardarme de todas aquellas miradas mal intencionadas.
Mientras mi mente saboreaba aquella confortable belleza decorativa, fui sorprendida por una engalanada cama cubierta entre almohadones y edredones, la cual bostezaba arrinconada en una lujosa esquina esperando pacientemente a ser poseída por un cuerpo cansado.
En el otro extremo, un pequeño silloncito me invitaba a acomodarme sobre él para que pudiera escurrir, de manera secreta, muy secreta, mis recuerdos en la envoltura de su aterciopelada cubierta.
![]() |
Mientras tanto, permanecía abstraída pensando en aquellos escurridizos recuerdos e, inesperadamente, me llamó la atención una puertecita de color rojo que parecía algo inquieta por ser abierta. La abrí y tras ella apareció un bello baño revestido por unas refinadas baldosas que sostenían, sobre ellas, a una placentera bañera de porcelana blanca. «Mmmm… esto es justo lo que necesitaba…», pensé con gran sosiego. Pero aquella muda quietud de paz, fue interrumpida por una estúpida pregunta de Yedda: «My Lady, ¿cuál es mi habitación?» La miré clavándole los ojos sobre aquella hueca cabeza y le respondí de manera huracanada a aquella pregunta tan insultante: «¿¡Cómo puedo yo saberlo!? ¡Jamás he ocupado la habitación del servicio, cretina!»
Finalmente se dio cuenta que había una puerta contigua en la que descubriría, al traspasarla, una habitación que se asemejaba más bien a un tabernáculo… |
Por dentro de mi ser esbocé una risita de satisfacción al pensar las duras y frías noches que pasaría Yedda en aquel hotel… – «Ji, ji, ji…»
Cansada de tanta observación y a causa de aquel viaje tan accidentado, decidí que lo mejor sería ensobrarme en aquella cama tan elegante, por lo tanto, le ordené a mi doncella que me prepara mi largo camisón de franela y, mi confortable gorrillo de dormir de Batista al que le colgaban unos elegantes lacitos de color de rosa. Y como siempre tenía los pies fríos desde que enviudé, usaba también unos gruesos peucos de lana de fogosa oveja británica.
También le ordené que me preparara la medicación para poder hundirme en un reparador sueño, ya que sin aquel especifico medicamento, podría permanecer toda la noche desvelada, y no era necesario sufrir tal calvario.
Poseída por aquella cariñosa unión dentro de aquella descansada cama, Yedda me trajo un vaso de agua en el que había disuelto los polvos mágicos, que, tras ingerirlos, al rato, empecé a relajarme hundiendo mi cabeza en aquella santa almohada. Pero de repente, algo extraño, muy extraño, empezó a revolucionar mi cuerpo; algo que jamás había sentido y que me alarmó considerablemente: ¡mis intestinos parecían haberse convertido en un punzante cactus! ¡Afiladas espinas transitaban sin piedad por mis delicadas entrañas, provocando un colosal viento que quería emerger de manera exagerada a través de mis nalgas! Y, por mucho que quise evitar aquel episodio tan ventoso, nada pude hacer al respecto; entonces, empecé a descargar un ruidoso sunami flatulento. Fue tan estrepitoso el ruido en cuestión, que el huésped de la habitación de al lado montó una escandalera armando la marimorena, al decir, a pulmón abierto, que no eran horas de arrastrar el mobiliario. «¡Calle, estúpido majadero!», le grité casi sin fuerzas desde el otro lado de la pared.
Rápidamente entró Yedda alarmada por lo que estaba sucediendo y, al ver el estado en el que me encontraba, alzó una exclamación: «¡¡Dios mío!! ¡My Lady, perdone mi error…!», vociferaba mientras miraba con mucha preocupación un pequeño frasco de cristal. «¡My Lady, le he suministrado los polvos laxantes en lugar de los de dormir! ¡¡Oh, My Lady!!», gimoteaba la muy bruta.
Yo, que ya no tenía fuerzas ni para responderle, tomé una determinación; ¡al regresar nuevamente a Londres despediría y despellejaría a aquel ser chiflado de Yedda!
Continuará…