El hotel de los ruidos (II)
Llegamos puntuales a la estación de London King´s Cross, la cual siempre es una inmensa satisfacción admirar… Pero, aquel placentero instante, se vería enturbiado por culpa de la torpeza de Yedda, mi doncella, al caerse del carrito de portaequipajes de manera violenta uno de los baúles que ella cerró con gran desacierto. Aquel baúl se estampó contra el suelo y, por culpa de dicho impacto, salieron disparadas mis enaguas, las cuales fueron empujadas por una rebelde brisa, provocando que estas aterrizaran sobre el elegante sombrero de una dama que entró en cólera por el susto y, como consecuencia, dicha dama organizó un gran escándalo en la estación de tren. Aquella mujer histérica resultó ser, para mi desgracia, ¡mi dolorosa pesadilla…! Su nombre: ¡Lady Aldreda Puttock! Esa situación tan dramática estuvo a punto de acabar con mi vida, pero el destino se apiadó de mí y todo quedó en un gran desmayo… «¡Oh, My Lady…! ¡Cuánto lo lamento! ¡Le puedo garantizar que antes de salir me aseguré de que el baúl estuviera bien cerrado!», gimoteaba aquella desquiciante criatura de Yedda. «¡¡Estúpida!!», le grité mientras vi que se acercaba Lady Puttock con aquel sombrero de largas plumas que, junto con su interminable verborrea, la transformaban en un feo loro.
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«¡¡Mi querida Charlotte!!», me gritó mientras me miraba con semblante muy espantado al verme tendida en el suelo. Esta vez parecía un calamitoso pollo a punto de ser descabezado… Rápidamente, el jefe de estación junto con tres ayudantes, me socorrieron al instante y me sentaron en un banquito muy pequeñito, a la vez que Yedda no paraba de abanicarme y Lady Puttock también. Entonces entré en pánico al pensar que tanto viento podría causar en mí un fuerte resfriado y volver, nuevamente, a recaer, una vez más, ¡en aquel infecto circulo vicioso lleno de gérmenes asesinos! Para alejarme de aquellas dos descerebradas le hice una indicación al jefe de estación para que me acompañara a mi departamento, pues el tren llevaba un rato parado y estaba preparado para iniciar su salida con rigurosa puntualidad británica. Con calma, el jefe de estación cumplió con mis indicaciones y ambos subimos al tren, seguidos por la desmañada de Yedda y la insufrible Lady Aldreda Puttock que no paraba de parlotear sobre el incidente de mis enaguas… Una vez ubicadas y sentadas en nuestros asientos del departamento número cuatro de primera clase, hizo irrupción un hombrecillo cuyo aspecto recordaba al de un elegante pingüino que, con un extraño acento, nos dio los buenos días en un inglés algo costoso de entender, por lo que deduje que se trataría de un pingüino extranjero… |
Lady Aldreda no paraba de vociferar que ella también pasaría unos días en el hotel Dornoch para descansar de un largo crucero que realizó en el mes de diciembre en los Fiordos Noruegos con el fin de celebrar la Navidad, pero dicho crucero -seguía relatando Lady Aldreda-, fue bastante accidentado debido a que el barco quedó encallado entre dos icebergs y tuvieron que ser rescatados pasados unos días bajo una gran tormenta de granizo.
Con el fin de cesar aquella absurda charla y a callar de una vez por todas con aquel desatinado relato, me hice la adormilada mientras pensaba que aquella mujer siempre había traído consigo… ¡¡la desgracia!!
Al rato, un silencio apaciguador trajo la calma, permitiéndome contemplar, a través de la ventana, y con los ojos disimuladamente entreabiertos, el verde y salvaje paisaje del valle de York, el cual nos observaba de la misma forma que lo haría un valiente y bárbaro guerrero Parissi. Los Parissi fueron una tribu que habitó entre dichos valles, junto a la tribu de los Brigantes… «¡¡Tierra de tribus!!», pensé. Y allí, en esa tierra llena de secretos pasaría yo, junto con aquel grupo de personajes que se hallaban sentados enfrente de mí, los próximos días… ¡Que Dios se apiade de mí!
Continuará…