Seiche La Mollusca (XV)

23/04/2021 Desactivado Por Anna Val

Clohe y Belmont Chaput, se habían apresurado a exponer sobre la superficie de una larga mesa exquisitamente decorada, algunas de las recetas debidamente elaboradas que representaban la cocina de Tolouse Lautrec. Allí, desplegados, formando una armoniosa asociación poética entre aromas y colores, se agrupaban en pequeños platos de delicada cerámica los aperitivos de ostras y paté de conejo. También, los sofisticados estofados de carne roja con verduras, y como no, el famoso guiso de gallina con champiñones. ¡Ah!, y por supuesto, la sopa de ajo rojo. Concluía aquella maravillosa escenografía gastronómica con unos exquisitos buñuelos de miel y, todo ello, acompañado de varias botellas de vino tinto y blanco.

Me llamó rápidamente la atención un jarrón de cristal lleno de agua fresca y clara que se encontraba muy bien ubicado en el centro de la mesa como si fuera un elegante director de orquesta. Además, en su interior, se podía apreciar el plácido chapoteo de una docena de pececillos de colores y no pudiendo resistir la tentación, le pregunté a Clohe Chaput el porqué de aquella original idea. Ella, asombrada me respondió de manera muy tajante que, para Henry, refiriéndose a Tolouse Lautrec, el agua era un bello líquido que solo servía para decorar.  

 

Saciada mi curiosidad, nos sentamos alrededor de aquel lienzo gastronómico saboreando, en primer lugar, unos deliciosos cócteles de color anaranjado y debidamente emborrachados con una generosa cantidad de Absenta mientras picoteábamos aquellas deliciosas viandas.

Para ahorrar tiempo, le pedí a la anciana mujer que me mostrara el famoso recetario del pintor para poder fotografiarlo y reflejar de manera gráfica aquellas recetas cuando Belmont Chaput se disculpó, lamentando que aquel libro tan antiguo, fue, con el tiempo, devorado por unas hambrientas polillas. «¡Caramba!» -exclamé. Aquello me cogió de improvisto a diferencia de Dave, que ya lo veía venir, y sin poder reprimir su original «Vaya tela», empezó a reír de manera descontrolada.

Afortunadamente, ellos se contagiaron por la improvisada alegría de Dave, organizándose un ruidoso jolgorio producto de un poco de todo… Por lo tanto, no me quedó más remedio que sacar mi libretilla de apuntes para escribir en sus páginas, la elaboración de dichos guisos que Clohe, pacientemente, iba dictándome metódicamente entre pequeñas pausas de vino blanco, vino tinto y cóctel de Absenta…

En un momento determinado de concentrada escritura sentí que en mi interior se estaba gestando un fuego abrasador y, al igual que un bombero, tuve el impulso descontrolado de apagar aquellas llamaradas cogiendo el bello jarrón de agua para vaciarlo, en su totalidad, dentro mí y, sin tiempo a reaccionar por lo que había arrojado en realidad, fuimos sorprendidos por la fantasmal aparición del olvidado cochero, que transformado en el espíritu de Henry Tolouse Lautrec y portando en lo alto de su cabeza una enorme bandeja repleta de sepias que lanzó sobre la mesa al grito de «¡Seiche La Mollusca!», nos saludó de manera dramatizada uniéndose al festín.

A Dave, de la impresión, se le cayó la cámara al suelo, nuestros amigos octogenarios, que aguantaban el ritmo de la velada de forma heroica, lo recibieron entre risas, aplausos y un espontáneo brindis, y yo, que me encontraba en un grave problema, por tener dentro de mi cavidad bucal a unos simpáticos y activos pececillos que no paraban de surfear, salí de manera precipitada, dirigiéndome nuevamente al aseo con la intencionalidad de expulsar a mis coloridos y viscosos intrusos para que pudieran navegar en plena libertad.

Al regresar de mi aventura náutica, decidí que sería mucho mejor dar por terminada la velada pues el tema ya no daba para más. Tenía lo necesario para elaborar mi disparatado y original artículo y ya era hora de regresar a París.

Se lo hice saber a Dave y nos despedimos de nuestros originales amigos agradeciéndoles su amable hospitalidad, los cuales quedaron algo entristecidos sin parar de insistir en que su cochero nos acompañaría de nuevo a la estación, pero declinamos tan amable invitación debido a que nuestros cuerpos ya no podían aguantar más sobresaltos…

Resolvimos el tema del transporte llamando a un taxi que no tardó en venir y volvimos a despedirnos de Clohe y Belmont advirtiéndoles que les remitiría un ejemplar del reportaje cuando saliera publicado.

Durante el trayecto, Dave y yo no hablamos, me dolía aceptar que no volvería a verle más…  Llegamos a la estación y él me acompañó a adquirir mi billete con destino a París. Dave no subiría a ese tren, prolongaba su estancia en Albi un par de días, por lo tanto, era definitivamente nuestro final. Me miró muy serio y me entregó la cámara y, con un nudo en el corazón, le di las gracias por tanto… Su respuesta me dejó en parada cardíaca.

-Te llegará una carta y en ella te escribiré acerca de las «tablillas de los destinos». Hasta pronto.

Se dio media vuelta y se alejó.

Continuará…


Anna Val.