Tres Sombras Chinas y Una Rata (VI)
Tras aquella despedida tan mal educada cerré con un bronco portazo la puerta y me giré de manera instintiva hacia el viejo ventanuco, dándome cuenta de que la tarde empezaba a ser empujada por el tan añorado anochecer. Aquella radiante luz oscura que la noche emanaba como un calmante dentro de mi mente, sedaba, igual que un remedio paliativo, mis agitados pensamientos. Entonces corrí apresurada a sentarme junto al cristal, esperando de manera expectante a que la polvorienta cortina del viejo salón de la trasnochada embajada fuera descorrida para poder contemplar, una vez más, la fastuosa gala protagonizada por aquellas tres sombras chinas y…, ¡una rata! Y, para poder divisar todo con la atención que semejante situación merecía, fui en busca de mis monóculos para que mi visión estuviera debidamente corregida.
No pasó mucho tiempo, cuando nuevamente la sutil luz anaranjada se dejaba entrever a través del cortinaje que fue descorrido para dejar paso a un nuevo espectáculo. Aparecieron en acción las tres siluetas de los tres caballeros longevos que parecían estar muy animados. Se saludaron con un intenso apretón de manos, mientras se sentaban de nuevo alrededor de la mesa ovalada, en espera, de que su doncella, la rata les sirviera otra suculenta cena. Mantenían una animada conversación, uno de ellos gesticulaba de manera exagerada alzando los brazos mientras reía de forma compulsiva, lo que provocó que tuviera un dramático atragantamiento. La rata, rápidamente empezó a golpearle la cabeza con una amplia bandeja de plata para que expulsara el trozo de comida que le estaba impidiendo respirar y, tras varios trastazos, el anciano arrojó el tropezón hinchado que fue a parar sobre el elegante mostacho de su añoso amigo. |
Tras aquella disparatada situación, dieron por finalizada la cena y los tres se trasladaron a un pequeño salón, donde la rata les sirvió unos licores y unos largos cigarros para que pudieran tener una charla distendida y, más o menos, relajada. Ella, la rata, se encargó también de encender el viejo gramófono para amenizar, todavía más, aquella velada. Los tres ancianos reían y bebían de manera descontrolada, estaban extrañamente excitados, como si estuvieran esperando el colofón de la noche. Parloteaban sin parar cuando, de repente, uno de ellos se levantó de un salto coreando, entre aplausos, a la rata que apareció con una larga peluca negra sobre la cabeza y desnuda. Tan solo portaba, alrededor de su cintura, siete finos velos de colores, y entonces, empezó a danzar de manera sugerente la danza del vientre mientras les lanzaba, uno a uno, los delicados pañuelos sobre los rostros de los tres ochentones que, con el ánimo avivado por tan sugerente danza, empezaron, ellos, a bailar alrededor de la rata.
Y entonces recordé mi sueño, aquel que tuve el día anterior en el que llamaba desesperadamente a la puerta de la embajada y que, al abrir la puerta, la rata me preguntó si era yo la bailarina húngara. Y, sin pensármelo dos veces, abandoné de manera atropellada ese habitáculo en el que yo estaba, y me dirigí presurosa a la entrada principal de la embajada. Llamé y llamé hasta que la rata abrió la puerta y casi sin aliento grité: «¡Soy yo, Boglàrka László, la nueva bailarina húngara gitana y he sido contratada por los tres embajadores para el espectáculo de esta noche!», le dije muy sobrepasada a la rata.
«¡Ya era hora! ¡Su retraso no tiene justificación! ¡He tenido que improvisar por su culpa! ¡¡Pase, pase!!», me gritó muy enfada.
Sin más dilación entré en aquel mundo tan exclusivo, convertida en una célebre bailarina elogiada y glorificada por los tres embajadores ancianos del país de Puturrú. Y, entonces, comencé mi espectáculo, el cual se prolongaría toda una vida entera. Toda una vida, en la que la felicidad jamás me abandonaría.