La ceguera de la tiniebla (III)
Ambos sufrimos un brutal impacto estampándonos sobre la superficie de un espantable jardín aparentemente abandonado. Mis huesos, debido a la peculiaridad de mi nuevo estado físico, quedaron esparcidos sobre el seco ramaje de un árbol. Un árbol enflaquecido y prácticamente desmembrado y que, además, estaba muerto. Así y todo, todavía podían apreciarse sus descalzas raíces asomando sobre la superficie de un apretado subsuelo. Una ceñida hondura que, seguramente, le impidió sostenerse de manera reposada. Probablemente, el árbol murió cansado… Después de tan lúcida deducción, lentamente, fui recogiendo mi osamenta y ordenándola de manera adecuada para reconstruir, nuevamente, mi esbelto esqueleto. Una vez en pie, me giré con brusquedad para averiguar en qué lugar se habría descalabrado aquel orate de Pett, y al que yo había convertido en una nueva especie de lagomorfo cuando rocé, sin darme cuenta, con un rosal antiguo y bastante estropeado que dormía cercado por su propio ramaje. Un conjunto de momificadas ramas, las cuales se bifurcaban de manera retorcida entre sí. Sus infecundos tallos estaban atestados de hirientes espinas dispuestas a aguijonear, con dolorosa agudeza salvaje, en cualquier instante. Un poco alejada, entre el árbol y el rosal, se sostenía, gracias a la acción de una gruesa cadena de acero, una alargada tabla de madera; podrida e incolora, carcomida por el paso de los siglos y que se balanceaba torpemente logrando columpiar a la embarrada hojarasca que la cubría.
Y, en medio de aquel infecundo jardín, de pie e inmóvil, y vestida con una larga capa negra, en la que ocultaba su cabeza dentro de una abismal capucha, una esfinge nos vigilaba, a la vez que mostraba, a través de la ancha manga de aquel sarnoso ropaje, su huesudo dedo índice que señalaba hacía un punto en concreto; un rincón escondido entre la nada, en el que se vislumbraba una cabaña totalmente magullada. Sus maderos, prácticamente hundidos por el escalofriante peso del tiempo, resistían, como podían, retorcidos de dolor por culpa de un exagerado enclavado oxidado. |
A pesar de todo, todavía mantenía intacto un pequeño ventanal en el que se asomaba un estremecedor conejo con ojos de loco. ¡Allí, detrás del marrano cristal, realizando extraños movimientos y golpeando sus descomunales orejotas contra el ventanuco, se escondía Pett Groc! Yo, le miraba satisfecha… ¡Había condenado a Pett Groc, a permanecer en aquel apocalíptico lugar hasta el fin de sus días y con una apariencia espantosamente atroz! ¡Yo, Ilda Groso había triunfado y ya podía elevarme hacia el olimpo de los dioses!
Por lo tanto, me quedé mirando fijamente al firmamento, tal y como me había indicado mi ser de luz, a la espera de la llegada de la tan ansiada tiniebla cuando un singular fluido de color púrpura tiñó el espacio envolviendo a la atmosfera con un desagradable olor a rancio. ¡Si, era ella, la tiniebla! Sin perder tiempo, me puse de puntillas aleteando mis brazos para que ella pudiera verme mejor y, de esta forma, facilitarle nuestro supremo abrazo. Pero aquella majadera, me atravesó y quedó enredada en el cuerpo de la esfinge a la que elevó en mi sustitución. Desesperada, yo, le gritaba mientras realizaba engrandecidos movimientos pélvicos: «¡¡Aquí, vieja mohosa!! ¿¡¡A dónde va, estúpida!!?», pero ella, nada de nada… ¡Sorda y ciega, sobrevolaba mi cabeza abrazada a aquella criatura con destino a la patria celestial! Pero, todavía quedaba lo peor, y fue ver cómo, al pasar por la destartalada cabaña, Pett, que se encontraba subido al tejado, se lanzó sobre la tiniebla agarrándola con fuerza y escapando de aquel lugar…
La impotencia y el desánimo por haber sido mi propia víctima, ¡la victima de mi particular vendetta!, me hizo reflexionar… «En la vida y en la eternidad, nada sale como lo habíamos planeado». Después, me senté sobre la vieja tabla de madera para columpiarme junto a la húmeda hojarasca y dejé de preocuparme por todo, y por nada…