Seiche La Mollusca (VIII)
Era evidente que aquel tipo que estaba sentado a mi lado, esperando una respuesta, me atraía, y el pánico se apoderó de mí. Entré en un estado raro y dubitativo que me convertía en un ser totalmente vulnerable. Aquello me conducía de nuevo al punto de partida: tenía una torpe y errónea forma de relacionarme con los hombres, o mucho peor y más preocupante, llegué a pensar que estaba enferma de imaginación. Lo que inicialmente tenía que ser un corto viaje, de ida y vuelta, en un tren para realizar un nuevo reportaje, se estaba convirtiendo en una escabrosa prueba impuesta, nuevamente, por el propio destino, obligándome a caminar por aquel oscuro túnel emocional que cohabitaba en mi interior y que creía resuelto con la inesperada llegada de Emeric. Él representaba la reconciliación con mi pasado, de manera libre y serena, ofreciendo a mi presente madurez y estabilidad. Entonces…, ¡¿qué necesidad había de enmarañar las cosas?!…
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Necesitaba desintoxicarme de mi misma, y aprender a sortear aquella dificultad delirante que empezaba emerger de forma efervescente, encapsulando mis sentimientos dentro de unas resbaladizas burbujas que podrían producir un estallido peligroso.
Mi mente se resistía a seguir explorando aquella cuestión tan ruidosa como el propio eco, y temerosa de que mi fragilidad emocional quedara al descubierto, miré a Dave fijamente a los ojos con el ceño fruncido, dibujándole un enorme interrogante con la mirada.
– ¿Annette? ¿Estás bien? «A ti te lo voy a contar», pensé. Pero le respondí con rapidez para no prolongar más mi estado de ausencia.
– ¡Oh! Sí, claro… Discúlpame. Tu pregunta me ha sorprendido, eso es todo.
-No quisiera entorpecer tu trabajo. Si no lo crees oportuno, lo entiendo – con aquellas palabras trató de tranquilizarme.
Pero antes de que yo pudiera responderle, me lanzó una advertencia un tanto desafortunada:
-Por si acaso, no peques de ingenua, pues mi único interés es Tolouse-Lautrec.
Sonreí aliviada. Dejó de atraerme en aquel mismo instante, y sin darle mayor importancia a aquel desatinado comentario, esquivé el tema de manera natural sin dejar de pensar que me hubiese encantado decirle, que, a mi edad, todos los pecados están permitidos, aquel también, pues siempre he considerado que no hay nada más puro y bello que la «ingenuidad».
-Jamás osaría eclipsar el protagonismo de un genio tan gigante como él – le confesé, teniendo la sensación de que no me había entendido. Pues su siguiente pregunta carecía de todo sentido…
– ¿Qué opinas de los gigantes?
– ¡Ah! Considero que son seres maravillosos, pero lamentablemente ellos lo ignoran.
Afortunadamente, un estridente y oportuno y necesario pitido daba paso a que por megafonía se anunciara que estábamos a punto de llegar a nuestro próximo destino: ¡Albi!