Seiche La Mollusca (I)

15/01/2021 Desactivado Por Anna Val

Esta noche me he visto atrapada en una inquietante pesadilla cuando he soñado que me encontraba perdida en medio de una siniestra campiña cubierta por una densa y plomiza niebla. Una bruma asesina que, lentamente, iba enroscándose de manera traicionera sobre mi cuerpo, igual que una vulgar serpiente, impidiéndome avanzar hacia ningún lugar. Sentía una aterradora impotencia por no poder liberarme de aquella maligna fuerza que engullía mi aliento con el sádico propósito de apoderarse de mi voluntad para convertirme en un insignificante muerto viviente.

Entonces, aquel terror que yo percibía, se convirtió en un abrasador odio que explosionó en mi interior como un brutal volcán de ira, expulsando una sanguinaria lava contra aquellas invisibles y perversas ataduras a las cuales yo desgarraba a dentelladas como una primitiva fiera salvaje.

Vencí y me liberé y con un aspecto apocalíptico, recomponiéndome poco a poco visualicé, a lo lejos, como iba esculpiéndose de la nada una imagen que se convertiría en un elegante «Château».  Entonces, del embarrado subsuelo emergió un estrecho pasadizo recubierto de lavanda y empecé a caminar sobre él. Paso a paso, recorrí aquella alfombrada superficie floral que me conduciría directamente hacia la puerta principal del majestuoso castillo. Al llegar, golpeé con el imponente picaporte sobre el impresionante portón de madera en el que habían esculpidas unas desafiantes gárgolas que parecían asombradas por mi llegada. Exhausta, y con un frío helador que recorría todo mi cuerpo, pude escuchar el sonido de unos pequeños pasos que, lentamente, se aproximaban desde el interior de aquel umbral que permanecía cerrado. Aquella puerta se abrió y apareció un pequeño hombrecillo con un bombín en su cabeza y que acunaba entre sus manos un cuenco de madera repleto de una blanquecina sopa de ajo. Aquel pintoresco ser: era Toulouse-Lautrec.

Desperté sudorosa y resacosa de aquella peligrosa y absurda experiencia que mi subconsciente se empeñó en mostrarme. Entre equilibrios me levanté con paso torpe pero veloz en dirección hacia la ventana, pues necesitaba llenar mis pulmones de oxígeno. La abrí y el aire me abofeteó con la desgarradora voz de Édith Piaf que, al igual que un fuelle oculto en el más allá, soplaba con fuerza su eterna canción «La vie en rose».

Cerré de inmediato y corrí hacia la nevera para coger mi botella de vino blanco y servirme una copa, necesitaba despejar mi mente. Tenía claro que todo aquello era producto del desdichado resultado a mi adicción por las convulsas, fugaces y enfermizas relaciones románticas que me empañaba en mantener con esos extraños y dolientes seres varoniles. «¡Basta!», me dije, y entonces fue cuando tomé una firme decisión: reconciliarme conmigo misma protegiéndome del peligroso mundo exterior y convivir en un íntimo y armonioso disfrute de paz individual. ¿De qué manera? Ya se vería…

«Pero… ¿Toulouse-Lautrec?», me pregunté mientras miraba distraída mi rostro reflejado en aquel espejo. Seguramente sería por el estrés que sentía al tener que realizar aquel reportaje que me había encargado la productora sobre el famoso pintor y cartelista y, a su vez, gran aficionado a la gastronomía. Pero mi nerviosismo no se debía al reportaje en sí, sino que esta vez, no me acompañaría mi fotógrafo habitual. Había fallecido semanas antes en el lejano continente africano cuando se encontraba realizando un desdichado reportaje fotográfico sobre el comportamiento de los leones para una conocida y reputada publicación científica. Inesperadamente, una de aquellas fieras felinas debió sentirse amenazada por el insistente «clic- clic» de la cámara fotográfica abalanzándose sobre él y despedazándolo en minúsculos trocitos… La cámara quedó intacta…

Sumida en el abandono más profundo a causa de tan vil asesinato, yo necesitaba urgentemente un nuevo fotógrafo.

Continuará…


Anna Val.