Ruinas Roks City (IV)

04/05/2023 Desactivado Por Anna Val

Me levanté aletargada y totalmente entumecida e incapaz de adoptar una postura normal para poder salir de aquel vagón peleón. Sin pretenderlo, me había convertido en un improvisado paralelogramo; caminaba raro, muy raro… Caminaba en forma de cuatro, mis piernas se negaban a desdoblarse porque acusaban una extraña rigidez causada por el excesivo tiempo que aquel tren nos obligó a permanecer dentro de sus entrañas. Pero, gracias a mi esfuerzo bizarro y la cooperación siempre milagrosa de Ariadne, fui avanzando por el corto pasillo, entre estrambóticos movimientos, hasta llegar a la puerta de salida y, entonces descendí, de manera peripatética, los tres peldaños metálicos que, por culpa de su mala colocación, me lanzaron al exterior sin ninguna compasión y, para más humillación, de repente me encontré olfateando el asfalto, a la vez que un rebaño humano emprendía una alocada estampida para salir de la estación. Entonces tuve la certeza de que mi hora había llegado. Si, moriría pisoteada igual que un simple gusano peludo, insignificante y banal…

En aquellos minutos críticos, en los cuales yo me estaba despidiendo del mundo apareció de la nada un buen hombre que me elevó con fuerza sosteniéndome entre sus brazos. Entonces buscó un refugio seguro entre dos columnas, lugar en el que permanecimos un corto intervalo de tiempo a la espera de que todo se fuera despejando.

Mientras, Ariadne, desde la lejanía, realizó contacto visual con nosotros y acudió a la carrera a nuestro encuentro cargada con el equipaje. Jadeante, repetía una y otra vez: «Pero, pero, ahora, ¿¡qué ha ocurrido…!?» «No preguntes…», le respondí bajando la mirada. «No sabría qué responderte…», añadí moviendo la cabeza.

Tras una serena pausa en la que pudimos recobrar la calma, Ariadne y el buen hombre, que resultó ser un taxista bonachón y bastante parlanchín llamado Arnau, entablaron una extraña conexión a modo de conversación superficial y un tanto nerviosa, de la que solo pude entender que él se ofrecía a trasladarnos al hotel.

Arnau, el taxista, nos paseó por toda la zona portuaria sin dejar de parlotear. Sus palabras, un surtidor de verbos, vocablos, expresiones y que sé yo que más, salían de su boca a zancada limpia, coceándome el cerebro. Entonces, para evitar una migraña crónica, cerré a calicanto mi conducto auditivo para que toda aquella verborrea peligrosa se destruyera por sí sola en el espacio… Y, en aquel momento, en el que pude encerrarme dentro de mí, reconocí el lugar: un trozo de playa rodeado por un boscoso acantilado que resguardaba a un conjunto de casas residenciales de construcción moderna y, por supuesto, escudaba de forma delicada a las majestuosas casas palacio de principio del siglo XIX.  Allí seguían algunas de ellas; todavía en pie, perfectas, esplendidas, desnudas por dentro y vestidas por fuera y que emanaban un refinado encanto en el que mostraban su alma en un deleite de fascinante seducción embrujada…

Aquel oasis en el que mi mente reposaba, se vio truncado por un frenazo delante de un pequeño hotel mal envejecido. Sí, el pequeño hotel familiar en el que debíamos hospedarnos, el paso de los años, y a pesar de su aparente y casi forzada remodelación, le habían sentado mal, muy mal. Y, casi como una siniestra intuición, tuve la corazonada que lo peor estaba por venir. No tardamos en descubrirlo cuando al entrar una mujer bajita un poco encorvada de pelo canoso que se refugiaba detrás del mostrador de la recepción, al vernos y después de presentarnos, nos dijo con cara de enfado y casi con rabia como si quisiera castigarnos…

– ¡Las esperábamos ayer! Han llegado un día tarde y por lo tanto les hemos cobrado el importe de una noche en la tarjeta de crédito que nos facilitaron al realizar la reserva.

– ¡Se confunde usted! ¡Tengo la llamada registrada para mostrarle que está usted muy equivocada! –le rebatió Ariadne bastante incendiada y que, por suerte, todo lo grababa.

Pero antes de que le diera tiempo a poner en escucha la llamada gravada, hizo aparición una recepcionista mucho más joven y peor educada, peinada con una fina coleta de gorrino y que, frunciendo sus gruesos morros gritó:

-¡¡De eso nada!! ¡Reservaron la noche de ayer y ahora pretenden escaquearse!

Ante aquella absurda situación dejé aquel embrollo en manos de Ariadne y me desplomé en una triste butaca que había en un rinconcillo apartada de todo…

Continuará…


Anna Val.