Retorno a la nada (II)

06/04/2020 Desactivado Por Anna Val

Mientras su cuerpo seguía inmóvil, Rosita empezaba a despertar. Sus ojos se abrían lentamente y le comunicaban a través de lo que vislumbraban, que todo estaba nuevamente en orden.

La chimenea seguía presidiendo el centro de la sala, de pie, junto a la redonda alfombra.

Dos mecedoras de madera rodeaban, cariñosamente, la vieja mesa que soportaba como si de una gran pena se tratara, dos gruesos candelabros dorados y a la izquierda, siempre a la izquierda, la escalera. Rústicos peldaños que conducían a la oscura habitación.

Escondida, como un gran secreto, la cocina.

Aquel era su hogar, guardián del eterno tiempo feliz que un día habitó en la vida de Rosita Tirado.

Lentamente, fue incorporándose y, ya de pie, apoyándose en aquella mesa, ¡alzó majestuosa!

Se dirigió con paso lento hacía la cocina. Observó los pequeños y, polvorientos armarios de madera rancia, recordando que en ellos guardaba, además de recuerdos y aromas, una botella de Whisky. Whisky escocés.

Tomó un trago y empezó a respirar. Pero sobre todo a recordar…

Con paso muy lento, pero algo más seguro, decidió sentarse en la mecedora y tomó otro trago. Volvió a respirar y a recordar que allí, además del tiempo y los recuerdos, habitaba el espíritu de su abuela, que era la madre de su desconocida madre. ¡Su abuela Bonny-lee!

Ella siempre fue un espíritu y a pesar de ello, Bonny-lee cuidó de su nieta. La cuidó desde el mismo día en que el padre de Rosita, Wilfer Tirado puso rumbo de nuevo al país de Venezuela, prometiendo que le escribiría una carta cada mes. Pero Wilfer Tirado se perdió en Venezuela y sus cartas también.

Rosita empezó a evocar los recuerdos de su infancia, y lo mucho que le preguntaba a su abuela por su desconocida madre, pero ella siempre le respondía que no recordaba haber tenido jamás ninguna hija y, por tanto, Rosita Tirado nació de la Nada.

En consecuencia, la «Nada» era su verdadera madre, a la que muchas veces desde aquella ventana donde ella se asomaba, apoyada en el tiempo, siempre repetía las mismas palabras: «¡¡Maldito tiempo que llena la Nada!! ¡¡Maldita Nada de agua estancada!!».

Una vez más y sin obtener respuesta, tenía la sensación que aquella ventana la abrazaba…

Aquella ventana que le permitía imaginar el transcurrir del tiempo…

Aquella ventana que le advertía que todo estaba en falsa calma. Todo era lo que parecía y todo parecía lo que no era.

Continuará…


Anna Val.