Paredes blancas
No había nada más cómodo y placentero, que aquella mecedora.
La luz del día, decoraba mi habitación. ¿Cuántos años tengo ya? ¿Cien, trescientos, ochocientos…?
Me gustan estas cortinas floreadas y la confortable alfombra en la que reposan mis pies. Bonitos colores mis ojos ven. La cabeza, me pesa. Me pesa mucho. ¡Ochocientos eternos años de literatura!
Esta mañana no me apetece viajar, pero me gusta este chal de lana rosa que me abraza.
Mi cabello es largo y canoso, llevo un moño.
Vieja, muy vieja soy. ¡Alma vieja!
El pequeño baúl de flores se mueve… ¡Salen muñecos diminutos, extraños! Me miran… Creo que les reconozco, pero no estoy segura… Avanzan hacia mí, ¡sé quiénes son! Son mis dibujos. Me sonríen, suben por mi cuerpo y, ¡me abrazan! Yo lloro… Les quiero, siempre les he querido. Volved pequeños, ¡volved al baúl!
Se abre la puerta de mi habitación, e intento elevar mi mirada. ¡Marcel!
¿Por qué has tardado tanto en venir? –Le pregunto.
– Estoy muerto, quería que lo supieras para que no me esperaras. –Está bien, entonces dejaré de sufrir.
El cansancio me pesa. Debo dormir, necesito dormir… Ahora caigo en la cuenta que, ¡ochocientos años de literatura me atormentan!
¡Quiero dormir! ¡¡Qué se apague el Sol!!
Mi cabeza y mi alma me duelen, ¡agarrotadas de tanto parir!
Tortura continuada y despiadada, ¡quiero salir!
Flota entre susurros leves, una cálida llama azul. Me habla…
– Vamos querida, vamos… Marchémonos de aquí.