Le château: Black and White (VIII)
Mientras ideaba una excusa concisa que gozara de una credibilidad lo suficientemente razonable para que convenciera a Julie y, que, además, me permitiera una digna huida a alguna parte para poder cobijarme bajo el amparo de una confortable estabilidad emocional, fui testigo directo de cómo, inexplicablemente, Julie iba adquiriendo una exagerada excitación por culpa de aquel juego de espías tan indiscreto y que la indujo, de repente, en una espeluznante transformación… Su fisonomía se fue deformando para adquirir un semblante diabólico. Sus ojos, rojos y perversos, proyectaban una maligna mirada que me asfixiaba, y sus manos, convertidas en mostrencas garras, apresaron mi cráneo con fuerza salvaje, lanzándome al aire igual que un vulgar harapo.
A causa de aquel enérgico lanzamiento, acabé impactando contra el suelo. Parecía una marioneta a merced de aquella satánica endemoniada que hambrienta de feroz maldad, se sentó sobre mi cuerpo oprimiendo cualquier intento de resistencia que yo pudiera ejercer. Y sujetándome la frente de manera virulenta, rodeó mi cuello con su zarpa izquierda extendiendo sus dedos, unos corvos arpones, con los que presionaba gravemente mi garganta con el firme propósito de estrangularme.
En aquel instante, tuve la absoluta certeza de que irremediablemente moriría de manera terrorífica a manos de aquella extraña criatura, una asesina poseída en la que, incomprensiblemente, se había convertido Julie.
Mi mente derrotada, estalló en una confusa ausencia de conciencia, oía unas voces muy nerviosas que repetían constantemente una misma afirmación: «¡Debe saber la verdad!» Y entonces pensé, que efectivamente, había muerto. Que mi alma ya había traspasado el umbral de lo divino y que me encontraba al otro lado rodeada por un tribunal de seres angelicales, los cuales darían un justo dictamen que me permitiría liberarme del doloroso lodo emocional que mi humano cuerpo arrastraba. Pero una vez más la vida volvía a reírse de mí cuando sentí un tortuoso e insoportable dolor que martirizaba todos mis huesos. Había recobrado nuevamente la conciencia comprobando, con gran enojo, que aquella estúpida energúmena no había acabado con mi vida y que la única puerta que había cruzado, era la del despechado umbral del engaño y la decepción. Presa del pánico grité: «¡¡La verdad!!» Y en aquel instante noté como una fuerte punzada atravesaba la piel de mi brazo acabando, milagrosamente, con aquel dolor, induciéndome a un hipnótico sueño de extrañas realidades… |
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Una densa y cálida calima aleteaba a mi alrededor, envolviéndome de manera delicada para transportarme junto a Jacques Bernard que, subido a una nube, viajaba con los brazos extendidos recitando con voz melódica unos bellos versos del poema «Esplendor en la hierba» cuyo autor, William Wordsworth, escribió en 1804.
«Aunque nada pueda devolvernos los días
del esplendor en la hierba y de la gloria en las flores,
no habremos de entristecernos, sino más bien
reconfortarnos con lo que ha quedado.»
Cada aterciopelada palabra que él pronunciaba caía sobre mi torso como una caricia que rozaba mis deseos… Y sus labios sedosos, igual que los rojos pétalos de una rosa, besaban cada lágrima de placer que mi piel emanaba…
Quise corresponderle fundiéndome en un apretado abrazo, pero aquella nube tan perfectamente esculpida en medio de la tupida neblina, fue inmolada por los sicarios vientos que, envidiosos y celosos, ejecutaron, una vez más, como sádicos verdugos, una cruel mutilación dentro de las entrañas de mi enfermo corazón.