Le château: Black and White (VII)

04/11/2021 Desactivado Por Anna Val

Lentamente fuimos sumergiendo entre sorbo y sorbo una larga conversación, calmando las exaltadas emociones y amansando los agitados recuerdos que, durante tantos años, permanecieron ocultos en algún lugar indeterminado de nuestras mentes o de nuestros corazones o, tal vez, intencionadamente les hicimos prisioneros de nuestras oscuridades, sentenciándolos a vagar por el tormentoso flujo sombrío de nuestras almas para que no emergieran jamás. Pero la generosa claridad que la madurez impone, les otorgó la ansiada libertad a través de una sosegada charla en la que, sin darnos cuenta, además de vaciar todo nuestro pasado, también vaciamos la botella de vino blanco sabor afrutado.  

– ¿Quién es Jacques Bernard? –le pregunté para dar carpetazo a nuestra vida pasada y poder centrarnos en lo que ahora nos ocupaba, ¡el presente!

– ¡Ah! ¿No lo conoces…? –me dijo extrañada.

-He tropezado un par de veces con él desde mi llegada. Me ha parecido un tipo curioso –le respondí deseosa por saber que podía contarme.

-Bueno… Jacques Bernard es algo así como un filósofo… ¿Cómo te diría…? Es alguien ajeno a las diversiones a pesar de aparentar todo lo contrario. Lleva una vida bastante retirada, excepto en verano, cuando se hospeda aquí. Tiene una mente sobresaliente, un talento innato y es un individuo de grandes valores. Ha escrito varios libros sobre el hombre y el universo. ¿Te interesa…? –lanzó aquella pregunta como un dardo envenenado.

-No, para nada… –le dije en un tono irónico.

 

Julie, entusiasmada con mi respuesta, me hizo una señal con la mano para que la siguiera. Se levantó y empezó a caminar agachada, como si quisiera ocultarse de algo o de alguien. Yo, que no sabía muy bien de qué, o de quien, hice lo mismo por si acaso, y nos dirigimos como un par de chiquillas que estaban a punto de realizar una sonora gamberrada hacia los grandes ventanales que rodeaban el salón comedor. Asomamos nuestras narices aplastándolas entre los cristales para espiar, de manera disimulada, a través de los transparentes visillos el interior de la sala, y entonces, me susurró al oído: «Mira…»

De manera ordenada, aquella fauna humana que poblaba el hotel, permanecía sentada alrededor de las acicaladas mesas, devorando, con afanoso apetito, las delicadas viandas que cubrían los lustrosos platos de porcelana. En una de ellas se encontraba el anciano lisiado que compartía mantel con Tosca Butafava y una nonagenaria mujer que parecía estar ausente de todo. Al otro lado, un grupo de gordos, sebosos e incivilizados editores vestidos de negro y con aspecto vampírico, engullían con bastante mala educación, el refinado menú que, con suma elegancia, les servían los hábiles camareros vestidos de riguroso blanco. En la esquina, próxima al piano, se exhibía una pequeña mesa rosada que ocupaban, en una muda conversación, Jacques Bernard y una aristocrática mujer a la que me sorprendió reconocer; Anaïs Diurn, exitosa escritora de novela erótica. En el centro, camuflado entre el llamativo florero, un hombre solitario de mirada desplomada que emanaba una gran tristeza, dibujaba, de manera obsesiva sobre el mantel, pequeños círculos con el dedo índice de su mano, y que luego, utilizando las púas de su tenedor, los borraba con saña y furor. Aquel sujeto atormentado era un célebre pintor que había sido abandonado por su amante: un joven poeta francés que se suicidó a los pies de la orgullosa torre Eiffel.

Contemplar ese escenario tan enfermizo, y temerosa del peligro que representaba todo aquello que divisaba, pues durante años puse gran empeño por desembarazarme de un ambiente tan perturbado, provocó que me cuestionara si no sería mejor dar por finalizada mi visita para no poner en riesgo, la que todavía hoy, seguía siendo mi frágil salud mental, inventando cualquier excusa que me alejara de aquel lugar.

Continuará…


Anna Val.