Le château: Black and White (V)

21/10/2021 Desactivado Por Anna Val

Ensimismada en mis comparativas de mobiliario, me olvidé de mi simpático recepcionista hindú, que, con el grueso libro de reservas extendido sobre el pulcro mostrador y luciendo una amplia y exuberante sonrisa en la que dejaba al descubierto sus relucientes dientes de color blanco nuclear, me preguntó cómo me llamaba para escudriñar, entre las páginas de una extensa lista de nombres inacabables, el número de habitación que me había sido asignado.

Tras una pausa de aparente silencio para intentar ordenar las breves palabras que explicarían de un modo razonable el porqué de mi ausencia en aquel libro de registros, le miré con el entrecejo fruncido manifestándole que no había realizado ninguna reserva, pues había llegado allí de manera imprevista con la intención de sorprender a mi amiga Julie Blanche.  

De repente, la mueca labial que aquel hombre lucía de manera permanente, se desdibujó de su rostro. Desesperado, agitó los brazos dramáticamente, gritando en un peculiar acento francés: «¡¡Ce n ‘est pas possible!! ¡Ce n’est pas possible!»

Desconcertada al no comprender muy bien si aquel excéntrico personaje había entrado en un repentino ataque de histeria o, tal vez, había improvisado una extraña coreografía mientras recitaba el espeluznante mantra que me turbaba ya que no podía descifrar «qué era lo que no podía ser», retrocedí unos pasos hacia atrás, intentando mantener la calma, con tan mala fortuna, que tropecé con un anciano que estaba sentado en una silla de ruedas. A causa de la colisión, la silla se deslizó en dirección al magno reloj de pared empotrándose contra su dura estructura. Debido al impacto, el reloj emitió una sonoro «¡dong!», como si expresara un gran dolor, pero no, aquella máquina del tiempo, de mecanismo perfecto, anunciaba, de manera rotunda y sonora, que el octogenario se había accidentado a las ocho en punto.

 

Naturalmente se armó un gran revuelo, y todos los presentes que estaban esperando en la puerta del salón comedor para entrar y poder cenar, acudieron en masa para socorrer a aquel viejo, el cual, afortunadamente, salió ileso, pero con una leve desorientación.

En medio del ruidoso alboroto oí que alguien gritaba mi nombre: «¡Odile, Odile!» Me tranquilicé al pensar que se trataba de Julie acudiendo a mi rescate, pero al levantar la vista, lo que jamás hubiese podido imaginar se hizo realidad… ¡Mi pesadilla me perseguía! ¡Era Tosca Butafava! Una escritora y editora de literatura infantil que durante años estuvo acosándome con la obsesiva finalidad de intentar convencerme para que trabajara en su editorial como ilustradora, algo a lo que yo siempre me negué. Su literatura, carente de toda imaginación, amenazaba con destruir mis dibujos y mi reputación.

Sin más dilación aproveché el desconcierto reinante e intenté huir de allí. Pero Tosca Butafava iba abriéndose camino entre empujones como una brava búfala avanzando hacia mí.  La providencia quiso que un atractivo gentleman se interpusiera en su camino de forma intencionada para obstaculizar a la gruesa mujer. Entonces, él, me miró y me dijo: «¡Corre!», y me fui.

Plantada en medio del jardín, sin saber a dónde ir, pensé que lo más sensato sería esconderme para dar tiempo a que todo se apaciguara. Sorprendentemente, mi nariz percibió un delicioso aroma a buena comida que planeaba en el ambiente, y eso me hizo sospechar que la cocina seguía estando en la parte trasera del pequeño castillo, por lo tanto, rodeé sigilosamente y a hurtadillas los empedrados muros siguiendo el rastro de aquella apetitosa fragancia y… ¡Oh, sorpresa! Descubrí que aquella cocina se había convertido en un moderno recinto gastronómico gobernado por un prestigioso chef francés y un ejército de cocineros. Y muy atareada, desfilando con la cabeza baja, vi a Julie.

Continuará…


Anna Val.