Le château: Black and White (IX)

18/11/2021 Desactivado Por Anna Val

Aquel corte sanguinario y profundo produjo un seísmo catastrófico en todo mi organismo y empecé a convulsionar hasta expulsar por mi tórax una encolerizada figurilla humana. Era un ser diminuto que se exhibía desnudo con aspecto de diablillo. Su cuerpo, famélico y ridículo, se fue elevando hasta alcanzar una altura en la que me era imposible perderle de vista.

En su peluda cabezota le sobresalían dos cuernecillos, y de su boca, grande como la de un rape, le asomaba un único diente que humedecía con la punta de su bífida y envenenada lengua, agitándola de izquierda a derecha mientras se rascaba las huesudas costillas con un tridente de juguete. Su pelvis, encajada a unas inestables y esqueléticas piernas, lo hacían tambalear al sacudir con torpes movimientos una larga cola que le descolgaba de su coxis. Del resto de su consumida anatomía es mejor no describir nada…

Cuánto más lo observaba más convencida estaba que a ese podrido engendro yo le conocía. Rápidamente caí en la cuenta de quién se trataba… ¡Era el anciano al que empotré contra el reloj a mi llegada! «¿Se estará manifestando para ejecutar una cruenta venganza?», pensé con gran pavura, y estremecida por no saber si me había convertido en un trozo de carnaza a punto de ser devorada por aquella boca exagerada y desdentada, aquel monigote empezó a chillar: «¡¡Yo soy el verdadero autor de «El Codex Gigas»!! ¡¡Yo soy Satanás!!»

Después de emitir aquel vómito escandaloso apareció por sorpresa un gigantesco libro medieval que, de un tortazo, emparedó a aquel ente endemoniado estampándolo en una de sus páginas y reduciéndolo a una simple ilustración inanimada, sentenciándolo al silencio para siempre jamás. Cuando ya pensaba que nada más podía atormentarme, vi con gran espanto a un grupo de frenéticos murciélagos que volaban jadeantes trotando hacia mí. Horripilada al contemplar aquella negruzca estampa, quise disuadirles a manotazos para que se alejaran de allí, pero mi maniobra intimidatoria no dio resultado, todo lo contrario, envalentonados, extendieron sus alas en una rápida y precisa maniobra para rodearme. Entonces, creí que me torturarían a mordisquillos empleando sus afilados dientecillos. Pero me sorprendió comprobar que la cosa todavía podía ser mucho peor cuando todos al unísono empezaron a graznar: «¡Somos tus editores y queremos acompañarte en esta nueva andadura!» En aquel momento, la fuerza de la rabia me transformó en un temible dragón incendiario, expulsando, desde los profundos y primitivos recovecos de mi ser, violentas llamaradas de fuego que cayeron sobre ellos como un tsunami abrasador, quedando carbonizados y reducidos a la nada. Aquella peligrosa y engañosa especie animal dejaría de existir para siempre, y terminarían de una vez, esos tenebrosos viajes a ninguna parte.

 

Una aureola de satisfacción y bienestar me sostenía en el espacio descubriendo dónde me hallaba en realidad… Era la fría habitación de un sanatorio, en cuya cama yacía mi cuerpo sin vida, rodeado de un equipo médico que se lamentaba por no haber podido hacer nada más por mí tras haber sufrido una aguda crisis de intenso delirio. Vi, con pesar, aquel cuerpo cansado y agotado que durante tantos años me había acompañado, y que ahora se había convertido en un simple y banal cadáver. Mi espíritu se había liberado de aquel caparazón humano que tanto dolor me había causado… Se acabaron las alucinaciones, el delirio y los constantes estados de desvarío producidos por una desbordada creatividad que mutiló mi raciocinio y me indujo a caminar por un oscuro camino, cuyo trayecto final fue el de un encierro forzoso en aquel manicomio al que yo bautice con el nombre de: «Le château: Black and White».

Sí, aquella era la verdad, la realidad de la que yo me evadía todos los días para poder soportar esas interminables y dementes jornadas en las que desordenaba mis ideas para restablecer nuevas y legitimas verdades inventadas… Ahora tocaba evaporarme de allí para siempre, y abrazándome a un suave remolino de luz que me transportaría a una nueva dimensión, noté como alguien me cogía de la mano. Era un ánima, y su esencia femenina me recordó a Anna Ajmátova que sonriendo me dijo: «” He leído que no mueren las almas”».

FIN.


Anna Val.