Le château: Black and White (IV)

14/10/2021 Desactivado Por Anna Val

Lentamente, en el cielo emergía una luz anaranjada. El sol iba reduciendo de tamaño. La tarde se imponía a mi paso por el ilustre y literario pueblo de Lupiac. Aminoré la marcha para contemplar la particular hermosura de aquel lugar antes de que la noche se impusiera y no me permitiera visualizar la atractiva estatua que, con noble gracia, se alzaba con primor, mostrando con magnificencia al célebre mosquetero con el que soñé tantas veces cuando era niña… ¡d´Artagnan!

Le saludé de manera coqueta, alzando la mano para captar su atención, entonces, él se inclinó con respetuosa deferencia y cortesía para obsequiarme con una magistral reverencia que atesoré, muy excitada, en mi corazón. «¡Hasta la vista!» le grité y, presa de la descontrolada euforia, azoté con mi pie el acelerador, provocando que el motor de mi auto emitiera un salvaje rugido.

Seguí cabalgando, sentada a lomos de mi descapotable hasta llegar a un polvoriento cruce en el que había plantado un reluciente tablero de madera y que tenía pintada una inscripción: «Le château / Black and White». Di un repentino giro a la izquierda acompañado de un salvaje grito de satisfacción y subí derrapando con las cuatro ruedas de mi auto por aquel estrecho camino que me conducía por los densos boscajes que mi memoria había inmortalizado a modo de recuerdo. Poco a poco, aquellos tupidos bosques fueron evaporándose para desvelar lo que ocultaban. Allí, frente a mí, seguían los aterciopelados campos de sedosas y rojas amapolas imponiéndose con gran autoridad, rivalizando con el delicado y balsámico aroma color violeta de la lavanda. Sobre ellos, caía una fina luz que emitían las doradas y lustrosas uvas de los primitivos viñedos, vigilados de cerca, y con serena calma, por el tranquilo estanque y, por supuesto, ¡él! El Château, cuya estructura seguía exactamente igual. Vestía las mismas piedras, lo adornaban las mismas ventanas con sus fatigados cristales, abrazaba la misma puerta, la que jamás se cansaba de acoger con elegancia y amabilidad a todo aquel que le solicitaba paso para adentrarse en la intimidad de sus profundidades…

 

Aparqué el coche en una especie de jardincillo empedrado junto a los demás automóviles, pensando en lo que le diría a Julie. Tal vez, mi visita no anunciada le supusiera un problema. No era necesario darle más vueltas a aquel asunto, ya que estaba muy cerca de dar respuesta a los impertinentes interrogantes que daban pequeños saltitos dentro mi cabeza.

A medida que avanzaba hacía la puerta principal se oían los ruidosos parloteos de los exclusivos clientes, subí la pequeña escalinata algo intimidada, pues sin pretenderlo, era objeto de curiosidad por parte de un grupo de personas que hacían corrillo rodeando dos enormes macetas de hortensias rosas y azuladas que escoltaban el umbral. Fatigada por el tenso ascenso, de repente, como salido de la nada, me vi sorprendida por un hindú, que resultó ser el recepcionista. Él, muy sonriente y derrochando un exceso de amabilidad entre reverencias e inacabables saludos de bienvenida, me acompañó al mostrador de la distinguida recepción. El refinado vestíbulo apenas había cambiado, excepto por las coloridas alfombras indias que dormían en el suelo y por un imponente reloj de pared, cuyo pesado y pulido péndulo iluminaba las entrañas del tiempo que imponían las caprichosas manecillas. Además, sobre su rústica carcasa de nogal, presidia desafiante, el retrato de una anciana mujer que me recordó, en un primer momento, a la eterna reina Victoria.

La biblioteca, de cuyas paredes sobresalían kilométricas estanterías de madera en las que se guarecían una cantidad incalculable de libros y cuya funcionalidad fue de reposo y lectura, ahora se había convertido en un peculiar salón comedor que respetaba de manera escrupulosa toda la esencia de su lejano pasado. También, el melódico piano de cola permanecía hipnotizado debajo del espejuelo rosado.

En cambio, la distinguida lámpara de araña que se columpiaba en el alto techo luciendo orgullosa sus largos brazos de bronce enjoyados por delicadas lágrimas de cuarzo, seguía siendo la misma de antaño.

Continuará…


Anna Val.