Funus Inopinatum (II)

27/01/2022 Desactivado Por Anna Val

Como todo en la vida, todo llega en el momento preciso, y yo, afortunadamente, conseguí alcanzar el final de aquel sicalíptico callejón cuya salida enmascarada se escondía, de manera intencionada, detrás de un puerco antifaz, al que le clavé una honda tajadura con la afilada hoja de mi navaja para poder traspasar hacia el otro lado a través de aquella herida en forma de raja, y subir por la empinada cuesta en la que se encontraba el escondite de Raymond. Se trataba de un pequeño apartamento que se hallaba sepultado en el subterráneo de un anticuado edificio con olor a rancio.

Sí, allí pasaba la vida como un fósil; oculto del mundo, entre partituras que él mismo había escrito cuando era un famoso músico de Delta blues y que ahora, con una edad indeterminada, pero ansioso por dejar este neurótico mundo decidió, voluntariamente, soterrarse en aquella ratonera para componer, según me dijo en mi anterior visita, la melodía que lo acompañaría en su propio funeral.

Pasado un periodo corto de tiempo, y ansiosa por averiguar si había conseguido su designio, quise zanjar aquella incertidumbre presentándome por sorpresa; sin avisar… Al llegar me encontré la puerta entreabierta y entré sin llamar. Le vi sentado sobre la repisa de una minúscula ventana en la que solo se podía observar una densa oscuridad.

Flacucho y muy desmejorado y con su vieja armónica entre los labios, al verme, intentó levantarse sobre sus trémulas piernas; balanceándose, inseguro… Y pasados unos alarmantes segundos acabó desplomado en el suelo exhausto de tanto soplar. Murió abrazado a su guitarra. Sobre ella, escrita estaba en un escueto pentagrama, la que sería su última voluntad.

Lo estreché entre mis brazos, sin prisas… Dedicándole un sentido llanto de amor. Besando cada arruga de su frente y prometiéndole que aquella melodía que él había compuesto, sonaría tan alta que se encumbraría hasta el cielo.

Mi dolorosa pena atravesó los muros de aquella madriguera y no tardaron en llegar sus más fieles colegas de vida y amistad.

Apesadumbrados, me ayudaron a introducirlo dentro del noble ataúd en el que coloqué también, de manera cuidadosa, toda su obra musical, para que ninguna despreciable cucaracha se apropiara de su autoría. Cada nota le pertenecía, y yo me encargaría de que ninguna oscura y gris cochinilla la ensuciara y mucho menos la robara.

 

Cerré con fuerza la tapa de aquel ataúd y, giré a conciencia la metálica llave, guardándola en un secreto lugar de mi profunda anatomía. Entonces, clarinetes y trompetas empezaron a bramar con fuerza aquel ritmo de estilo profundo e intenso, penetrante… Y ataviados con un embrujado colorido, Duke, Eddie, Jimmie, Bennie, Lena, Peggy y Dizzy alzaron a hombros el féretro y todos empezamos a bailar con contagiosa alegría mientras el enajenado dolor desplegaba el camino en el que nos mostraba un esplendoroso camposanto de Nueva Orleans chispeante de paz, en donde le esperaba, desde hacía tiempo, un majestuoso mausoleo laqueado de bondad para cobijarlo toda una eternidad.

 Y así quedó escrito:

«Aquí yace un hombre bueno. Aquí yace un músico de Jazz.»

FIN


Anna Val.