Funus Inopinatum (I)
Me dirigía a la guarida de Raymond, recorriendo, en la oscuridad de una noche cualquiera, el perverso callejón que atravesaba los viciosos antros nocturnos que sombreaban de lujuriosa inmoralidad las siluetas de aquellos ardientes y libertinos transeúntes cuando me tropecé con un tipo pasado de tragos y con aspecto de rata. «La vida es una broma pesada», me dijo arrastrando aquellas palabras de manera soez obstaculizando mi camino.
No le faltaba razón, pero lo que él no sabía, era que, a lo largo de mi vida, yo me había estrellado muchas veces con ejemplares idénticos a él, y, además, había conquistado una peculiar habilidad: ¡saber exactamente cómo debía tratarlos! Sonreí a la babosa rata humana clavándole mi tacón en su grueso pie, provocando que, de su ancha frente, emanara una lenta secreción sudorosa en forma de gotas que humedecieron en exceso su fea y afilada cara. Entonces, apretó con fuerza sus labios, comprimiendo la respiración, y lentamente, su abdomen se fue encorvando hasta lograr que sus rodillas se doblegaran, adquiriendo una inclinación exagerada que produjo que su cabeza acabara impactando contra el suelo. De un puntapié lo aparté de la circulación para que su aspecto molestoso no espantara a nadie más y seguí caminando.
Unos cuantos pasos más allá encontré anclado en una farola, debajo del tétrico destello de una tenebrosa luz ambarina, a un atractivo individuo de aspecto canalla que emanaba un gran tufo detectivesco. Envolvía su cuerpo con una gabardina gris y ocultaba sus ojos detrás de unas gafas oscuras, mientras que su cabeza quedaba enterrada debajo un provocador sombrero. Al pasar por su lado me hizo un gesto lascivo con el dedo, indicándome que me acercara. «¡Tremendo descarado!», pensé. No lo dudé ni un segundo y con un turbulento juego de caderas me planté frente a él. En aquel instante introdujo su mano en el bolsillo de su pantalón, y pensando yo que sacaría su viciosa arma para encañonar mi bella pelvis, me hastío comprobar como aquel ardiente momento quedaba reventado cuando me mostró un cigarrillo. Me preguntó si portaba algún utensilio para encender aquel pitillo, le miré cínica y perversa, y levanté mis manos acoplándolas en posición de orar girando la cabeza lentamente para recorrer, con mis envenenados labios, cada palmo de su fornido cuello mientras deslizaba mi húmeda lengua sobre su sabrosa yugular. Poco a poco, de mi pecho iban brotando virulentamente los protervos sentimientos que mi corazón impulsaba con fuerza descontrolada hacia el exterior hasta que logré clavarle un beso de efecto mortal. Aquella marioneta humana se desplomó sobre mis pies muerto de placer, y lo abandoné debajo de aquella vulgar farola de la misma manera que se abandona a un sucio guiñapo y continué caminando. |
|
De pronto vi unas pisadas sospechosas que me resultaron familiares e inesperadamente, -digo inesperadamente porque no lo tenía previsto- di un repentino giro ojeando aquellas huellas que correspondían a una talla cuarenta y cuatro. Zancada a zancada fui siguiendo el rastro de esas marcas en el suelo, las cuales me mostraban, como perturbadoras señales, un camino cuyo destino final se intuía que podría ser bastante vergonzoso.
Me condujeron a un emblemático garito de Jazz. Abrí la puerta y entré. Sonaba a todo volumen el «Blue Train» de John Coltrane que descarriló como un potente cañonazo dentro de mi cabeza causándome una exagerada euforia. A causa de aquel ánimo tan exaltado mi pierna se impulsó hacia delante realizando un desmedido movimiento, y aparté, con una poderosa patada, a la muchedumbre que me rodeaba. Entonces, di un elegante brinco posicionándome sobre la barra y empecé a desfilar por la metálica superficie mientras que la embobada masa se arremolinaba entre mis piernas.
Escoltada por aquel ritmo adictivo comencé a dar sugerentes movimientos de cintura, y en aquella posición tan elevada en la que yo me encontraba emprendí una obsesiva búsqueda ocular entre la turba para descubrir al propietario de aquellos pies tan grandes. No tardé en averiguar de quien se trataba… ¡Hallé retozándose sobre las redondas posaderas de una explosiva mulata, al ruin e infame gusano de Logan!
Aquella calva lombriz, con la que yo había mantenido una extraña relación muy confusa, un día decidió abandonarme a causa de una inesperada ceguera. Y ahora, la cobarde sanguijuela, que había recobrado misteriosamente la luz, gozaba degustando aquel cuerpo de piel canela tan insultantemente perfecto.
Con la ira circulando a sus anchas por mis venas me lancé en plancha sobre el torbellino humano que me contemplaba, y suspendida sobre sus cabezas, fui transportada en oleada cerca de aquel gusarapo.
Caí sentada sobre su cráneo, provocando la estampida de la guapísima morena, y sujetando entre mis piernas la cabeza de aquella sabandija, le picoteé los ojos con la punta de mis dedos. Sus encolerizados chillidos enmudecieron el ambiente, y pasado un rato, con mis ánimos mucho más aquietados después de aquel merecido desahogo, me levanté y salí por donde había entrado para seguir andando a paso terriblemente cansado, pensando que jamás llegaría a la guarida de Raymond.