Estancia en Lepanto
– Creí que nunca vendría.
– Déjese de estupideces. Ha sido usted muy insistente. Insufriblemente impertinente.
– Lo lamento madame. No quería molestarle. ¿Damos un paseo?
– No.
– Me pone usted muy nervioso, madame.
– Más nerviosa me pone usted y ver, además, que es usted también manco.
– Entonces, ¿puedo yo entender que sus nervios son producto de la envidia? Pues, con una sola mano he sido capaz de escribir una de las joyas literarias más universales.
– No, para nada. No le envidio nada de nada. Lo encuentro a usted y a su obra de muy mal gusto.
– Agradezco su crítica y su sinceridad, a pesar de sus ácidos comentarios. Debo decirle que yo la admiro y mucho.
– Ha sabido usted crear de sí misma, su propio personaje. Sus desquiciadas vivencias son dignas de ser relatadas, mi querida Niní. Y es, por esta razón, por la cual le he rogado encarecidamente que viniera a visitarme. Para preguntarle si me haría usted el honor de permitirme escribir mi próximo manuscrito, en el cual relataría su accidentada vida, madame.
– Mi instinto me advertía que usted es un autor muy presuntuoso. ¡¡Yo soy yo!! ¡¡Yo soy la inimitable Niní!! Y ¡¡sólo yo, escribiré sobre mí!! ¡Lárguese usted y su obra al otro mundo! Del que, por cierto, hace ya bastante tiempo que pasea usted por él.
– Lo lamento madame. Le ruego que acepte mis más sinceras excusas. Pues en mi ánimo, jamás estuvo el ofenderla.
– Déjese de idioteces y ¡no vuelva a comunicarse conmigo jamás!
– Una última rogatoria, madame. ¿Me hará llegar un ejemplar de su nueva obra “Niní”?
– ¡Váyase usted hacer puñetas! Es tan pesado como su densa literatura. ¡Márchese de una vez!, con sus molinos de viento, sus burros, sus doncellas y sus lanzas.
– ¡¡Niní soy yo!! Y ¡¡yo la descubrí!!