El Viaje de Ongas (VIII)

25/06/2021 Desactivado Por Anna Val

Cangrejo violinista les escuchó con gran atención, insistiéndoles de nuevo que la respuesta la encontrarían en el interior del ánfora y que debían estar muy concentrados y receptivos para recibir dicho mensaje.

Ellos se miraron algo confundidos, pero aceptaron con determinación y gallardía la proposición de su amigo volviendo junto al ánfora de colores.

– ¿¡Podría indicarnos donde se encuentra la ciudad perdida!? –le preguntaron los tres a la vez.

La respuesta fue una estridente y chillona risa que provenía de lo más profundo de aquel enorme jarrón, pero, inesperadamente, una extraña e invisible sensación abrazó los corazones de Ongas, Ixar y Murciélago. Un nuevo e inesperado sentimiento había nacido en ellos… ¡La confianza!

Eufóricos y muy contentos, no paraban de gritar que debían confiar, pues sabían que la fuerza que les transmitía aquella nueva emoción les ayudaría a avanzar por el camino correcto.

Se despidieron de sus amigos de Cangrejo Real con rumbo desconocido y muy seguros de sí mismos.

Empezaba a anochecer y decidieron que lo mejor sería buscar un lugar en el que descansar y comprar provisiones para seguir con su viaje.

A su paso, les saludó una enorme langosta de grandes bigotes y largas antenas que cruzaba por los bellos corales, y Murciélago le preguntó dónde podían encontrar un lugar en el que pasar la noche.

La langosta giró un ojo y les contestó:

-Dirigiros al bosque coralino, allí se encuentra el callejón del Calamar Loco y os indicarán.

Le dieron las gracias y se marcharon.

Pasados unos minutos descubrieron unos elegantes y refinados árboles que se alzaban majestuosos ante ellos, formando un selecto bosque. Entre los árboles se escondía un pequeño pasadizo en el interior de una callejuela en el que se encontraban unas bellas casitas que cambiaban de colores, rodeadas de una frondosa vegetación que aparecía y desaparecía a su antojo. En el suelo, se extendían largas alfombras compuestas de exóticas flores.

En una esquina, había una tiendecita llamada «La gamba mareada» en la que se podía comprar unas suculentas caracolas de azúcar glaseado con sabor a miel. No lo pensaron dos veces y se comieron aquel dulce tan tentador.

Mientras engullían aquella caracola, Ongas le preguntó a la simpática gamba dónde podían alojarse.

– ¡Ah!, en casa de los Aras. La casa giratoria que está al final de la calle.

Murciélago, Ixar y Ongas bajaron por aquel camino tan alfombrado mientras observaban la pintoresca decoración, descubriendo, en un rincón, una pequeña casita que tenía una chimenea en forma de ballena.

Llamaron a la puerta y una amable anciana les abrió.

– ¡Hola! Soy Anacleta Aras, ¿en qué puedo ayudaros? –les preguntó mientras todos iban dando vueltas alrededor de la casa.

Ellos, algo mareados, le contestaron si podía darles alojamiento.

– ¡Claro! Pasad, pasad –les indicó Anacleta.

Entraron en su interior con dificultad, pues aquella casa no paraba de girar.

Una vez dentro, quedaron asombrados al comprobar que las paredes estaban formadas por un gran acuario en el que había un lindo jardín marino que rodeaba todo el salón, y, al lado de este había una acogedora cocina. En el techo de la casa estaban los dormitorios colgantes.

Continuará…


Anna Val.