El soterrado diario de Niní (VII)
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«Por fin pude acallar aquel sujeto de nombre imposible para poder vaciar mi pregunta que caminaba muy inquieta dentro de mi interior.
-Y dígame… Mimiescu…, ¿dónde reside usted? –quedé aliviada y descansada. Quedé en paz.
Pero aquella tranquilidad que yo sentía duró muy poco, apenas unos escasos segundos de sosiego, pues aquel insufrible personaje, expresó de manera torpe que nuevamente me había equivocado al pronunciar su nombre para seguir recordándome, si yo le recordaba, ya que yo era su agente editorial y, además, él vivía en el tercer piso.
Puse los ojos en posición de recuerdo, mirando al techo, y vi una inquietante telaraña. De pronto me vi envuelta en ella… ¡Colgué el teléfono para cerrar aquella irracional comunicación!
Desmayé suavemente mi alargado cuerpo en la superficie de mi cómodo diván, quedando envuelta en su cálido abrazo y reclinando mi cabeza sobre los delicados almohadones de sedoso tacto, mi mente entró en calma, quietud y reposo.
Encontrándome en aquel estado de placentera armonía, recordé que, con motivo de la última reunión literaria que organicé para intelectuales y amigos, se coló un extraño hombrecillo con aspecto de muñón que estuvo durante un largo rato persiguiéndome por toda la estancia, un ser vulgar e intrusivo con el que me tropezaba constantemente.
Me vino a la mente una trágica idea al pensar que, si le prestaba un poco de atención, quedaría complacido y con suerte, tal vez, dejara de perseguirme.
Le invité a sentarse junto a mí ofreciéndole una copa de champagne, pero su entusiasmo, descontrolado e impertinente, provocó que aquel dorado y espumoso líquido regara mis exclusivos zapatos.
Nervioso y alterado por lo que él había provocado, intentó enmendar aquella compleja situación sacando de uno de sus bolsillos un ennegrecido pañuelo con la intención de solucionar tan lamentable incidente.
Naturalmente, mis reflejos acudieron en mi auxilio, propinándole un fuerte empujón para que se alejara de mí y quedara a una distancia razonable.
Aquello provocó que sus cuerdas vocales se destensaran dando salida a una alocada verborrea de la que nada entendía. A pesar de todo aquel dislate, aguanté estoicamente con aquel chorro de incongruentes e incomprensibles palabras, mostrando un falso interés a pesar de mi serio semblante».