El soterrado diario de Niní (III)
Cerré la puerta dando un gran portazo, pues pretendía que sonara como un ruidoso tortazo ante aquella acumulación de desdichados disparates.
Un tenue brillo procedente de la pared cercana a la ventana llamó mi atención. Me acerqué lentamente para no tropezar con aquella cortina que yacía desmayada en el suelo, y me sorprendió comprobar que de ella colgaba una pequeña litografía. Era la silueta de una mujer dibujada con unos delicados trazos.
Descolgué con mucho cuidado aquel cuadro para no dañarlo y poder contemplarlo mejor, pero mi infinita torpeza provocó que, al retirar aquel dibujo enmarcado, se desgarrara el enmohecido papel que cubría dicha pared…
Me puse muy nerviosa e intenté solucionarlo presionando exageradamente mis dedos sobre aquella inoportuna rotura. Sin embargo, nada conseguí, pues a pesar de mi buena voluntad por arreglar aquel asunto, nuevamente, la fatalidad hizo acto de presencia pinchándome de manera profunda y dolorosa con aquel astuto clavo que sujetaba dicho cuadro.
– ¡¡Ay!! – grité -…
Pero esta vez…, grité bajito…, muy bajito, quería evitar que la destartalada portera volviera llamar a la puerta.
Contemplé aquella litografía y me fijé en una pequeña inscripción que aparecía en la esquina inferior de la lámina…, escondida… como si no quisiera que fuese leída.
Encendí una pequeña lamparilla que, afortunadamente, alumbraba una tímida luz amarilla y pude leer lo siguiente: «Niní, París 1950».
– Niní… ¿Quién sería Niní? – aquel nombre despertó mi dormido interés -…
Intrigada por aquel repentino hallazgo y absorta intentando esclarecer quien era aquella dama, oí nuevamente un suave «toc-toc» proveniente de la puerta.
Me sorprendió comprobar que, en apenas unas pocas horas en las que habitaba en aquella buhardilla, me habían llamado dos veces seguidas… Mucho más que en toda una vida… ¡¿Quién será?! – pensé -. La portera, no… por favor… ¡No lo soportaría! – me dije -.
Me dirigí lentamente hacia aquella vieja y apolillada tabla de madera que daba entrada al acceso de mi hogar y miré a través de la minúscula mirilla, comprobando con extrañeza, que debajo de ésta, podía verse una diminuta y canosa cabecilla.
Abrí con recelo, pues me preocupaba averiguar qué desagradable sorpresa me esperaba esta vez… comprobando, con estupor, que se trataba de una pequeña y elegante anciana de rostro angelical.
– ¡Oh! Perdone… Es usted… Pensé que ella había regresado de nuevo… – me dijo -.
Sin comprender nada, di por hecho que se había equivocado de apartamento aturdida por su avanzada edad…
– Señora, creo que se confunde – le contesté -. Me llamo Clotett y me he instalado aquí esta misma mañana – añadí -.
Pero lejos de desistir en su intento siguió insistiendo, accediendo hacia el interior con un lento movimiento.