El jardín. Bananas Street (II)

11/09/2020 Desactivado Por Anna Val

Al día siguiente y a la misma hora, el hombre misterioso de mirada perdida y atuendo peculiar, apareció nuevamente frente al ventanal de mi estudio.

Me escondí detrás de la vieja cortina que se encontraba al lado del mostrador para no ser vista y poder observarle detenidamente. Pero curiosamente, el tipo no hacía nada, era algo que me desesperaba. Parecía una figura esculpida que alguien había colocado de manera estratégica allí, con alguna oscura intención.

Me intrigaba saber ¿qué estaría pensando?… ¡¿Qué miraba con tanta obstinación?!

Aquello solo hacía que alimentar mi carácter obsesivo. Y era la propia obsesión, quien barajaba a su antojo un montón de posibilidades que, convertidas en un grupo de soldados bien disciplinados, iban desfilando ordenadamente dentro de mi cabeza convertidas en un ruidoso ejército.

Tal vez, la identidad de aquel sujeto, fuese lo que inicialmente pensé de él: un marchante de arte o un solitario. Pero…, y si no fuese así.

 ¡Ah! ¡Ya se!, sería un pintor seco de creatividad No…, demasiado formal. No tenía pinta de bohemio.

¡Un crítico de arte! Pero, ¡¿a quién le interesaba mi arte?! Además, estos siempre andan escondidos, ¡jamás dan la cara!…

¡¡Dios mío!! ¡¡Un loco!! ¡Seguro que era algún demente que estaba vigilando mis movimientos!… Sí, ¡definitivamente se trataba de un psicópata!, pues muy normal no parecía

Con el pulso acelerado, corrí rápidamente hacia la puerta y puse el pestillo, y en aquel preciso instante y de manera pausada, se dio la vuelta y se marchó.

Mi respiración empezó a agitarse, pero cuando vi pasar a Adrien, su presencia me tranquilizó.

 Él era escritor, filósofo, y vivía en el mismo edificio donde se encontraba mi estudio.

 Atractivo y de mirada penetrante, manteníamos una peculiar relación de citas clandestinas y prolongados silencios. Siempre éramos observados por el viejo Atón.

 Un anciano músico polaco que tenía la costumbre de dejar la puerta de su apartamento algo entreabierta para espiar a todo el que subía y bajaba de aquel edificio. Pero el fuerte hedor a naftalina que salía de su interior, le delataba. Entonces, al verse descubierto, dedicaba una desdentada sonrisa a quien le miraba. Yo no le miraba jamás…

El sonido de una llamada telefónica interrumpió de manera involuntaria mis reflexiones, provocando, además, que mi pie tropezara con un bote de pintura azul y ésta se desparramara por el suelo, causando que mis pisadas quedaran impresas por todo el mosaico.

Descolgué el teléfono, algo molesta:

– Oui?

– ¿Margot? ¿Eres Margot?

– Sí, ¿quién es?

– Soy Escafandra, ¡estúpida! –aguanté la respiración y tragué saliva para no colgarle el teléfono a aquella mujer de carácter imposible.

– ¡Ah! ¡Oh! Perdone, no le había reconocido.

– Imagino que no habrás vendido aquel cuadro tan horroroso que pintaste la semana pasada de feos trazos y en los que se aprecia… ver algo parecido a unos bichos…, ¿no? –¡me hubiese gustado sacar mi puño al otro lado del teléfono, para golpear su puntiaguda nariz!

– Ah… pues…, no. No lo he vendido.

– Ya imaginaba… Era de esperar.  Mañana pasaré a buscarlo –colgó el teléfono.

¿Mañana?… ¿Ha dicho que mañana pasará a buscarlo? ¡¿Y si coincide con el psicópata?!

Me desplomé en el suelo, ¡mi cabeza debía dejar de pensar!

Continuará…


Anna Val.