Comparativas Incomparables (II)

31/03/2022 Desactivado Por Anna Val

Por un momento creí que aquella mujer iba a desterrarme del hotel y de la isla a causa de la disparatada discusión. Pero, afortunadamente para mí, no fue así. Con su ánimo muy ofendido, realizó un brusco giro de ciento ochenta grados sobre sí misma y, entonces, con la cabeza fuertemente erguida y a paso militar cruzó la puerta principal del hotel para atrincherarse detrás del mostrador de la recepción, al amparo, como no, del retrato «di il suo papà». En cambio, a mí me entraron unas ganas irreflexivas de huir lejos de allí en moto para pasear en secreto por los anónimos caminos de Santorini. Para ello, me dirigí al único establecimiento existente en el que podía alquilar un scooter, y una vez realizado el caótico papeleo, el dependiente me entregó la llave indicándome cual era mi motocicleta. Me quedé un rato largo frente a ella, mirándola temerosa… Mi estado espantado, se debía a que yo no tenía ninguna práctica en el manejo de una moto, pero estaba firmemente convencida de que sería capaz de adiestrar aquella máquina…  Por lo tanto, con determinación, fuerza y pasión, giré el interruptor de apagado y presioné el botón de arranque, y entonces, la motoneta de color rosa y amarillo comenzó a convulsionar entre brincos y fieros movimientos, a la vez que emitía un extraño rugido parecido al de un grave ataque de tos. Entre bote y bote, poco a poco, fui amansando aquel artefacto hasta que me gané su confianza, y en aquel momento, el artilugio en cuestión, empezó a circular con moderada velocidad.

Resuelto el tema conduje por los ácidos caminos de arenosa ceniza volcánica que culebreaban los violentos acantilados, dándome cuenta de que por sus laderas pastaban, además de alguna que otra cabra, un número generoso de asnos. «¿Qué estarán comiendo?», me preguntaba. Y, antes de que pudiera dar respuesta a mi borrica pregunta, la motocicleta de pequeña cilindrada colisionó contra una diabólica roca. Debido al fuerte impacto me vi volando igual que una gaviota, pero a diferencia de ella, de la gaviota, yo no controlaba para nada la fuerza de la gravedad, y me vi arrastrada hacia su centro de atracción precipitándome rápidamente al vacío de un generoso barranco. Sin saber por qué, milagrosamente, quedé atrapada entre la raíz de un milenario olivo. En cambio, aquella moto tan ligera no tuvo tanta suerte, y se despeñó por el vertical y duro peñasco del acantilado.  No me atrevía a mirar nada, las escasas fuerzas que me quedaban las utilicé para encomendarme a Santa Irene de Tesalónica implorándole a que la cosa no fuera a más. Afortunadamente mi letanía fue escuchada pues, de repente, se me apareció el Dios Teras, que, agarrándome con fuerza de un brazo, tiró de mí y puso mi vida a salvo.

 

Ya en suelo firme, magullada y a la deriva de una grave crisis nerviosa, quise a agradecerle a mi protector el que me salvara la vida. A ese Dios brillante y gigante, valiente y musculoso que se alzaba frente a mí con mirada compasiva y que me hablaba en griego y, que, a pesar de no entender ni media palabra, le lancé una retahíla de «muchas gracias». Y entonces, ocurrió un nuevo milagro que me dejó totalmente obnubilada… ¡El Dios habló!

«¡Caramba, eres española!»

Le miré perturbada mientras iba recobrando el equilibrio mental. La decepción sombreó el abrasador sol griego cuando vi, como el Dios Teras, iba menguando. Aquella figura divina, omnipotente, resultó ser un vulgar humano. Un varón hippie y español. Un transeúnte que pasaba por allí justo, en el momento, en el que yo, rezaba amargamente por mi vida…

Continuará…


Anna Val.