Comparativas Incomparables (I)

24/03/2022 Desactivado Por Anna Val

Una plomiza tarde de domingo, un importante editor de un destacado sello editorial, contactó conmigo a través de una red social que ambos compartíamos para realizarme una pregunta: «¿Qué isla te llevarías a un libro desierto?» Sonreí, porque casualmente, entre mis manos, sostenía un hipnótico libro. Se trataba del poemario de uno de mis autores favoritos: Cavafis.  Entonces, observando con detenimiento la portada en la que aparece impresa la fotografía del poeta, rápidamente mi imaginación se puso en acción. Aquella cara anciana, de pobladas cejas negras que se arqueaban sobre dos enormes ojos redondos que proyectaban una mirada nostálgica sostenida sobre una gruesa nariz, y que, además, parecía tener escrita sobre su frente toda una vida en forma de arrugas, me hizo caer en la cuenta, basándome en mi artística lógica, en lo mucho que se parecía al magnate griego Aristóteles Onassis. Por lo tanto, mi respuesta no se hizo esperar y le escribí una escueta frase: «La isla de Skorpios sin dudar. Tiene mucho que contar».

Después de aquella interrupción, continué con mi sosegada lectura y releí, nuevamente, el bello poema que Cavafis escribió en 1924 titulado: «Antes de que el tiempo los cambiase».

Entonces, una borrascosa y molesta duda enmarañó mi concentración impidiéndome asimilar nada de lo que estaba leyendo. Me intrigaba saber el número de amantes que dicho magnate habría podido tener a lo largo de su vida. Seguramente sería una lista interminable. Yo sólo sabía de dos mujeres cuyos nombres correspondían a Jacqueline y María. Pero la gloriosa cuestión se enredaba por momentos, hasta que, de manera caprichosa, se transformó en una duda de matiz poético.  «¿Cuál de estos dos nombres, Jacqueline o María, resplandecería en el desierto corazón de un hombre griego?»

Para despejar aquella incertidumbre le trasladé la controversia al importante editor, para que fuera él quien desenredara la lírica cuestión.

«Ni Jacqueline ni María. El nombre sería Anna y sin titubear», me contestó.

 

No entendí para nada su veloz respuesta, la cual me dejó perpleja, pues mi semblante físico distaba mucho del de aquellas dos «femmes» y, que yo supiera, jamás tuve un idilio con Onassis. Aquello me hizo pensar… ¿Existía tal vez un parecido razonable que se escapara a mi peculiar entendimiento…? Inmediatamente solté el libro para dirigirme hacia el espejo, el que nunca miente. Solo él me aclararía si había algún indicio debatible por el cual, yo pudiera asemejarme con aquellas dos «ladies». Después de un largo rato de bronco monólogo delante de la luna de cristal reflectante, llegué a la conclusión de que ni quería ni me apetecía parecerme a nadie que no fuera a mí misma. Por lo tanto, daba por zanjada aquella surrealista controversia que me mantuvo huida de una tarde de excelente lectura por culpa de aquel editor que, seguramente, estaría seco de ideas y, quién sabe, si de algo más…

Llegados a este punto tan bobo, y sin la esperanza de volver a ojear aquel libro de poemas a causa de una evidente desconcentración, dejé la exquisita obra poética nuevamente en la estantería. Por el camino, de la estantería al sofá, hice memoria, y caí en la cuenta de que la primera vez que yo había pisado suelo griego, fue en 1986; al sur de la isla de Santorini, cuando todavía estaba todo por hacer… Recuerdo que me instalé en el único hotel que, por aquel entonces, existía a lo largo de un paseo que rodeaba un trozo de playa. En un extremo, había un modesto restaurante y un bar musical con aspecto de cueva y, en el otro extremo, había un pequeño establecimiento de alquiler de motos, el cual, ofrecía también un servicio telefónico, tanto nacional como internacional y, además, operaba como oficina bancaria.   

Resultaba curioso observar como, en todos estos lugares, colgaba de sus paredes de manera destacada, un cuadro con una antigua fotografía en blanco y negro de un atractivo pescador griego. Era obvio pensar que se trataba de alguien muy importante al que querían darle un reconocimiento muy especial.

Una tarde, mientras saboreaba una importante copa de Ouzo en la terraza del hotel, quise calmar mi curiosidad preguntándole a la propietaria del hotel en un atropellado inglés, quién era aquel hombre.

Ella, muy sonriente, sacó pecho con gran orgullo, contestándome en un dificultoso italiano que se trataba del «papà». Yo, muy asombrada y dejándome llevar por la arrolladora emoción del momento exclamé, en un claro español, pero con un marcado acento italiano: «¿¡¡El Papa de Roma!!?» Aquella mujer quedó desconcertada, y muy enojada, me dijo, esta vez, en un contundente italiano: «¡¡No, è mio papà!!»

Estaba claro que aquel hombre era su padre y el fundador de aquel pequeño recinto turístico, y para nada, «el Papa de Roma…» Sólo a mí, se me pudo ocurrir semejante dislate…

Continuará…


Anna Val.