Aileen
Todas las noches, la observo.
Escondida en aquel callejón bajo la tenue luz de aquel candil, la observo.
Ella, sentada en la vieja mecedora de su habitación, orientaba su mirada a través de la ventana, en dirección al callejón.
Mi silueta quedaba reflejada sobre los roídos y mojados adoquines. Y ella, sonreía.
Aquella anciana, un día fue una bella dama.
Ahora, esperaba sentada y, además, me llamaba.
– ¡Ven Paulettee! -Quedé sorprendida y alagada-.
Pues aquella dulce anciana, un día fue, una gran dama.
Poco a poco, una leve bruma me fue envolviendo. Y elevándome suavemente, me dirigí hacia la ventana.
– ¡Ven Paulettee! Te esperaba… -Aquella anciana dama, se levantó-.
Me cogió de la mano y dijo.
– ¡Vámonos Paulettee! Paseemos entre la bruma, bajo la luz del negro candil.
Recorreremos juntas este lúgubre callejón. Dejando mi anciano cuerpo, aquí tumbado. Para que alguien lo recoja y pueda decir: «La anciana de la ventana nos dejó. Ahora, camina libre y feliz».
Aquella bruma, iba desapareciendo de forma tranquila y pausada. Emergiendo de la nada, una intensa luz.
Ella me miró, convertida nuevamente en aquel ser que un día fue. Una bella y gran dama.
Me miró y movió su mano a modo de despedida. Sonrió.
Jamás había visto, un alma tan bella…
El circulo se cerró, y ella… se marchó.