Seres queridos (I)
En una bohemia metrópoli, de un lugar cualquiera, existía una concurrida ciudad en la que transitaban un gran número de anónimos intelectuales. Esta, en sus entrañas, escondía, con oscura intención, un vulgar callejón. Un callejón tenebroso y muy húmedo que, asombrosamente, todavía hoy, mantenía en pie unos funestos y tristes apartamentos cuya estructura amenazaba con derruirse de un momento a otro. A pesar de todo, recuerdo, que, en su época de esplendor, estos condenados apartamentos mostraban sus mejores galas al cobijar, entre sus paredes, a una peculiar clase burguesa muy adinerada. Lamentablemente, para ellos, los burgueses, con el paso del tiempo fueron muriendo a causa de una grave vejez, pero a pesar de dicho inconveniente, todavía quedaba, en uno de estos apartamentos, un estrafalario hombrecillo turco y algo afeminado al que yo debía visitar para adquirir una importante obra de arte, la cual, era un encargo de un millonario griego que quería adornar con ella, una de las enrocadas paredes de su mansión en Rodas y, por supuesto, también, para alimentar su ego mal oliente.
Para dicha misión, pensé que lo mejor sería enlutarme de la cabeza a los pies para verme con el extravagante marchante de arte y, para ello, no dudé en visitar a mi incondicional amiga Coco. Ella sabría perfectamente que debería ponerme para seguir ocultando mi verdadera identidad…
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Por lo tanto, y sin perder más tiempo, me dirigí al centro de la urbe donde se encontraba la coqueta tienda de Coco. Al entrar fui recibida, como siempre, por ella, y tras una breve charla informal amenizada con una copita de «crème de Cassis», Coco me indicó que entrara en uno de sus salones para que sus modistos me vistieran sin ofrecer resistencia alguna por mi parte. Ellos se encargaron, con mucho esmero, de engalanar mi flaquísimo cuerpo con un elegante traje de camuflaje negro acompañado por un enorme sombrero al que le colgaba una redecilla que cubría todo mi rostro. Además, mi mirada quedaba encerrada tras unas imponentes y gruesas gafas negras. Mis pies estaban encapsulados dentro de unos elegantes zapatos de punta fina, cuyos tacones de aguja parecían afiladas cuchillas. Vestida para la ocasión y, tras despedirme con mucho afecto de mi amiga Coco, me dispuse a encaminarme hacia la casa del turco, el marchante de arte. |
Mientras liberaba mis preocupaciones para que anduvieran a su libre albedrio hacia el más allá, de manera atropellada, me encontré caminando por el aciago callejón cuyo pavimento, enlosado por unos cansados y desgastados adoquines, provocaban que perdiera el equilibrio con bastante frecuencia, lo que resultaba bastante irritante para mis nervios…
Afortunadamente, y sin esperarlo, localicé rápidamente el portal del turco que vivía en una fusca y mugrienta planta baja. Llamé con presura para recoger aquel cuadro tan horrible y poder marcharme con rapidez, pero cuando aquel hombrecillo abrió la puerta con una siniestra sonrisa, vestido con una larguísima capa azul de seda y cubriendo su cabezota con un llamativo turbante del mismo color que su vestimenta y, además, estaba escoltado por un grupo importante de gatos, fue cuando, el afeminado hombre en cuestión, pasmosamente me dijo con exagerados gestos teatrales: «¡Oh, madame, pase, pase! Seres queridos, ¡¡acompáñenme!!». Entonces, la tropa de gatos, con una obediencia militar, se dieron la vuelta para seguir al ridículo hombre. En aquel instante, yo no sabía si salir corriendo, o entrar como si nada…Estaba claro, que debía recoger aquella pintura y darme a la fuga precipitadamente.