El hotel de los ruidos (III)
Al finalizar aquel largo recorrido, llegamos a nuestro destino, y con el cansancio aplastando mi espalda y mis posaderas, logré bajar del tren con la ayuda de uno de los mozos que allí se encontraba.
Un poco más lejos nos aguardaba el conductor que nos llevaría al hotel: «¡Ladies and gentlemen suban al coche!», nos indicó en un elegante acento inglés. «My Lady, deme su mano para ayudarla a subir…», me dijo el atractivo conductor. Entonces, alargó su brazo y yo alargué el mío, pero… ¡Oh!, aquel estúpido dirigió su alargada extremidad hacia Aldreda Puttock que justo estaba detrás de mí. Con mi brazo sostenido sobre la nada le agarré del uniforme para poder subir al coche. «No puedes fiarte de los hombres, siempre van en dirección contraria…», pensé con gran disgusto. En cambio, Aldreda estaba gratamente satisfecha por la galantería del aquel chofer tan presuntuoso. «Lo siento querida… Lamento este incidente tan desagradable, pero debemos aceptar, mi querida Charlotte, que, cuando se llega a cierta edad como es tu caso, ya nadie te hace caso… ¿Me comprendes, querida Charlotte?», me dijo aquel papagayo descerebrado. ¡Nadie me había insultado con tanto agravio! Entonces, la miré de reojo y, muy intencionadamente, le clavé la punta de mi bastón en su huesudo pie. De la garganta de Aldreda salió disparado un grito desafiante… «¡Oh, mi queridísima Aldreda – me apresuré a decirle-, cuanto lo lamento! ¡Para nada era mi intención lastimarte! ¡Discúlpame querida, es culpa de los años que me arrebatan sin piedad la visión!» Entonces Yedda, mi doncella, esbozó una siniestra sonrisilla la cual borré de inmediato de su fea cara con un golpecillo de bastón en sus rodillas. Siempre deduje que mi fiel bastón… ¡imponía justicia! Mientras se iban sosegando nuestras diferencias, atravesamos un pequeño caminito muy iluminado. Aquella cálida luz que nos mostraba la entrada principal de un ajardinado hotel, provenía de un grupo de antorchas que custodiaban aquel camino con su voraz fuego, engalanando, a conciencia, a la frondosa oscuridad que vestía la noche. De pronto, sentí una punzada en mi corazón al imaginar que, tal vez, detrás de aquellas huracanadas flamas que devoraban con pasión las teas que las sostenían, y que se elevaban con ardor a causa de la hechizada mirada de la Luna, tal vez escondieran, entre sus rojas llamaradas, a un salvaje guerrero desnudo y peludo que estaba espiando para su tribu.
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Después de aquella ensoñación producida por la magia del entorno en toda su totalidad, desalojamos aquel incomodo coche y nos dirigimos a la recepción del hotel. Allí nos aguardaba un peculiar recepcionista que, vestido de manera ridícula, esbozaba una alargada sonrisa mientras nos miraba con un gran monóculo que descansaba sobre su ojo derecho. Este nos saludó muy afectuosamente, luego entregó la llave de la habitación que íbamos a ocupar a Yedda y que esta recogió torpemente. Acto seguido sacó de debajo del mostrador una sonora trompeta que sopló con mucha determinación y, seguidamente, se abrió una puertecilla que estaba al lado de la recepción, haciendo aparición tres ancianas exageradamente sonrientes, las cuales se encargaron de subir a nuestra habitación el equipaje. |
Entramos en la habitación número 202, y al abrir la puerta y dejar nuestro equipaje en su interior, nos clavaron una alocada mirada deseándonos una feliz estancia. Después se fueron a hurtadillas cerrando la puerta con un ronco portazo.
Aquel ruido que produjeron las bisagras de la puerta originó en mí un escalofrío que araño mi columna vertebral, pues aquellas tres mujeres de aviesa apariencia, nada bueno podían tramar.
Continuará…