El hotel de los ruidos (I)
Tras un malvado invierno que me mantuvo en cama dos meses a causa de un catarro envenenado, mi cuerpo, lentamente, fue recobrando las fuerzas que me fueron arrebatadas por aquella estación invernal criminal, a la que, ¡culpo e inculpo e imputo de atentar contra mi organismo! Pero, poco a poco y como si algo intuyera la primavera, mansamente se dejaba caer desde el cielo sobre la verde pradera que rodeaba el castillo en cual habitaba. Ella, la primavera, que, con un aura aterciopelada acariciaba a todas las criaturas que habitaban alrededor de mi castillo, me miró afablemente dedicándome una vehemente reverencia. Yo, con la mirada calmada y con el corazón apaciguado, le agradecí muy sinceramente que ya hubiese llegado para arrebatarle, al frio invierno, aquellos interminables y agotadores días grises que escupían con todo su amargor, aquellas largas jornadas…
Pero la vida, al igual que las estaciones del año tienen su tiempo y espacio y, en esta ocasión y siguiendo las instrucciones del doctor Gwylan, me dispuse a emprender un merecido descanso en un entrañable hotelito ubicado en la ciudad de York, en el cual podría descansar en paz… Esa paz tan serena y tan perfecta que sería, para mí, la mayor de las medicinas.
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Dicho hotel estaba escondido en el fondo del valle de York, custodiado por los ríos Ouse y Foss y, escoltado, como no, por los impresionantes montes Peninos que parecían serrar, de manera intencionada y a su gusto, el bello e inquebrantable paisaje. Por lo tanto, ordené a la majadera de mi doncella Yedda, a la que todavía no entiendo como la mantengo en mi hogar, pues me desquicia mis trémulos nervios con sus sandeces y su borrico que hacer, que me preparara el equipaje para una larga estancia. Con gran satisfacción, pude observar que, en la puerta principal, se encontraba mi fiel chofer Jacob, el cual me llevaría a la estación de Londres para emprender viaje hacía York. Lamentablemente, Yedda debía acompañarme por orden del doctor Gwylan, pues, según él, no era recomendable que, a mi anciana edad, viajara sola, y mucho menos a un lugar escondido entre valles, ríos y Peninos, e inundado por una frondosa vegetación salvaje en un insondable bosque… ¡Estaba segura que aquella infausta muchacha me enloquecería! |
«Doctor Gwylan, ¿es necesario que esta infeliz me acompañe? ¡Sabe que siempre me sube la tensión por su culpa!», le imploré al doctor.
«Paciencia Lady Charlotte. Paciencia…», me respondió de manera pausada.
«¡¡Paciencia!!», grité levantando mi bastón. «¡Seguro que ya tengo la tensión descompensada!», estallé con gran preocupación.
El doctor Gwylan me acompañó hacía el automóvil donde nos esperaba Jacob. El doctor, me cogió del brazo para que mi andar fuese algo más sostenible, pero a mí, aquel gesto tan atrevido me irritó de manera muy intensa y, sin pensarlo dos veces, le estampé mi fiero bastón sobre su calva cabeza: «¡suélteme perverso matasanos! ¡Yo no soy una anciana vulgar! ¡Yo soy Lady Charlotte Somerset, viuda del duque de Nortumberland y no necesito que un plebeyo me coja del brazo!» Mi enfado fue tan tremendo que tropecé con una piedrecilla que estaba torpemente posada sobre mi camino, provocando que mis monóculos se cayeran al suelo y que Yedda, que caminaba mirando a las musarañas tres pasos por detrás de mí, los taconeara como quien taconea a un caballo de carreras… Por suerte, y gracias a los robustos cristales, no les ocurrió ninguna desgracia, por lo que yo seguiría observando el mundo a través de ellos.
Por fin salimos de aquella disparatada situación con rumbo a la estación de Londres, pero lo peor, todavía estaba por llegar…
Continuará…