Un ermitaño llamado Piulet (I)

25/09/2025 Desactivado Por Anna Val

¡Mi querida Nápoles! Si, ¡mi Nápoles amada! Colorida y peculiar, la ciudad napolitana que ancla sus penetrantes raíces en las entrañas de las rugientes y ardientes tierras del Vesubio y los campos Flégreos, emana, en su superficie, un sueño de magia y seducción que te atrapa, lanzando dentro de tu alma un anzuelo de amor para que no puedas escapar de su hipnótico embeleso, y, para que nadie ose dañar el hechizo de tan bella ciudad, vigilante, como si de un bravo guerrero se tratara, el monte Vesubio custodia, a lava y fuego, entre voraces truenos que braman de su boca, a la perfecta y hermosa «Napoli».

Dejándome llevar por la pureza de la brisa marina, fui dirigiendo mis pasos, de manera levitante, hacia el bullicioso puerto, en el que, además de anclar en sus azules aguas las embarcaciones pesqueras, también anclaba en el aire los sueños de dichos marineros hambrientos de vida y sedientos de amor.

De repente, un grupo de musculosos pescadores dejaron de desembarcar las cajas llenas de las capturas del día para rodear a una sonriente muchacha, de belleza salvaje que empezó a bailar al ritmo de la mítica canción de Renato Carosone: «Tu vuo’ fa l’americano! Mmericano! Bere Whisky e soda e ballare rock’ a roll e giocando a baseball…. Mmericano!», y seguía la canción abrazando aquel baile de enganche seductor que hipnotizaba los corazones más ardientes.

Me fui alejando poco a poco de aquel lugar, despacio, muy despacio y despidiéndome de aquel gentío como quien se despide de un amante lejano al que nunca llegarás a conocer…

Mis pasos me trasladaron a un ruidoso barrio cuya calle era tan y tan estrecha que de las ventanas de sus añosas casas salía un largo cordel entre ventana y ventana para poder tender, de este modo, la ropa limpia y mojada. Sí, parecía un largo cordón umbilical que atravesaba con firmeza la abertura que las pequeñas ventanas mostraban…   Daba la sensación que aquellos ropajes de múltiples formas y colores y con un agudo olor a Jabón de Marsella el cual se mezclaba entre la fragancia que emanaban de los pequeños puestos callejeros de sabrosa Pizza Napolitana, parecían, en realidad, improvisados banderines para darte la bienvenida al modo napolitano.

Yo, que andaba tan feliz y despreocupada de todo, incluso de mi misma, de repente, noté que algo se posaba sobre mi cabeza… ¡Un calzoncillo se descolgó para aterrizar sobre mi inteligencia craneal! Y, de inmediato, una mujer, desde una de esas ventanas, gritó agitando los brazos: «Signorina, è un segno! ¡Un segno!» Aquella mujer no paraba de vocear que aquello era una señal… «Una señal de desprendimiento inoportuno», pensé yo mientras me quitaba aquella prenda tan repugnante.

Lejos de que los ánimos se calmaran, el ruido vecinal fue ascendiendo hasta convertirse en una monumental bronca, no sé muy bien su causa porqué cuando los napolitanos hablan de manera apasionada, solo se entienden entre ellos. Los napolitanos son increíblemente intensos, ¡como su volcán…!

Entonces, empecé a aligerar el paso por si acaso y, al doblar la esquina, una anciana mujer, regordeta y vestida de negro, que cubría su cabeza con un pañuelo, también de color negro, medias y zapatillas negras, me miró y se santiguó, esbozando una sonrisa en la que mostraba un único diente. De repente, la anciana habló: «Entri, signorina…» «Passare, passare», aquella anciana quería de manera insistente que yo entrara en su oscura casa. La curiosidad me empujó hacia el interior de aquella morada. Después, la anciana me mostró una pequeña mesita camilla con dos sillas y me indicó, con su trémula mano, que me sentara, sirviéndome a la vez, un vasito de licor. Ella se sentó también y me dijo: «Signorina, ¿conoce usted la historia de Piulet?

Continuará…